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Hattin: Soldados de Dios

El ardiente aire del desierto entra en nuestras fosas nasales, arrasando todo a su paso hasta incinerar los pulmones. Mientras, los rayos de sol caen de forma despiadada, quemando nuestra piel despellejada por el contacto de la armadura de hierro. Está totalmente impregnada por nuestro sudor, que nos gotea en los ojos. Ya estamos hartos de la arena y nos duele andar por las ampollas y los callos de nuestros desollados pies. No queda agua para refrescar las gargantas resecas, por lo que varios caballeros han perdido totalmente el juicio, al igual  de los señores que han ordenado esta temeraria marcha en dirección a Tiberíades. Hasta ellos son conscientes de que el fin estaba cerca, menos esos dos imbéciles de Guido de Lusignan, rey de Jerusalén, y Reinaldo de Chatillon. Mirando hacia atrás vemos cadáveres devorados por las aves carroñeras y por la impiedad de Tierra Santa. De vez en cuando suena la alarma ante la aparición de una pequeña compañía de arqueros a caballo turcos. La

Lolaso

Tiempo muerto. Los doce jugadores rodean al entrenador, que en apenas un minuto intenta idear una jugada. Se aturrulla, se caga en la madre de su segundo, rectifica la jugada, borrando lo escrito en la pizarra y finalmente dice: balón al base y que penetre. El jugador estrella, que ni se había sentado, grita algo confuso: “pero si van a hacer falta” Los cinco elegidos salen a la cancha. El pabellón les anima, les insulta y les adora. El pase, como había ordenado el mister, va hacía base. Y efectivamente no hay jugada. Falta personal. Tiros libres. El base lanza el primero. Se queda corto y choca contra el aro. El segundo sí que lo consigue anotar.

No llueve eternamente

En el andén había una chica preciosa llorando. Se tapaba el rostro entre sus manos. Me senté junto a ella, y dije: -Tranquila, te juro que no llueve eternamente. Ella me miró. A pesar del ojo morado, podía contemplar la belleza de su rostro y el azul de sus ojos. Enterró su cabeza en mi pecho y lo único que pude hacer fue abrazarla y acariciar su dorada cabellera. Minutos que fueron como horas, sentí la fría hoja de una navaja clavándose en mi cuello. Perdí la vista, y lo último que oí fue: -¡Puta! ¿Qué hacías con ese gilipollas?