Hattin: Soldados de Dios


El ardiente aire del desierto entra en nuestras fosas nasales, arrasando todo a su paso hasta incinerar los pulmones. Mientras, los rayos de sol caen de forma despiadada, quemando nuestra piel despellejada por el contacto de la armadura de hierro. Está totalmente impregnada por nuestro sudor, que nos gotea en los ojos. Ya estamos hartos de la arena y nos duele andar por las ampollas y los callos de nuestros desollados pies. No queda agua para refrescar las gargantas resecas, por lo que varios caballeros han perdido totalmente el juicio, al igual  de los señores que han ordenado esta temeraria marcha en dirección a Tiberíades. Hasta ellos son conscientes de que el fin estaba cerca, menos esos dos imbéciles de Guido de Lusignan, rey de Jerusalén, y Reinaldo de Chatillon.


Mirando hacia atrás vemos cadáveres devorados por las aves carroñeras y por la impiedad de Tierra Santa. De vez en cuando suena la alarma ante la aparición de una pequeña compañía de arqueros a caballo turcos. Lanzan sus saetas, matan a los rezagados y desaparecen antes de un posible contragolpe.



Tras varias horas de marcha, decidimos plantar nuestras tiendas, sin quitarnos las armaduras por temor a un ataque nocturno. Poco a poco vemos como la noche caía. Y en medio de la oscuridad se oyen cánticos. Cánticos alegres y crueles.Los acompañan tambores y cuernos. En lo alto de una duna aparece un memeluco montado a caballo. Ríe de forma macabra y empieza a derramar agua. Ese mismo agua por la que yo y el resto del ejército cruzado mataríamos a nuestras madres. Los hombres ven la escena ansiando sólo una sola gota de ese preciado líquido derramado y que ahora empapa la estéril arena.


Tras un leve sueño, vuelve a salir el cruel Sol. Cambiamos de dirección, ahora vamos hacía unas fuentes cercanas. De camino están apostadas las huestes de Saladino. En menos de una hora, formamos como el gran ejército que somos. Yo soy afortunado, porque mi montura sigue con vida. Me sitúo en primera línea de batalla. A pesar de todo, confió en Dios y en que somos la mejor caballería de la faz de la tierra. Somos el escudo contra la barbarie y representantes de la fe verdadera. Afrontamos sin dudar los sacrificios, como ya lo hizo nuestro señor Jesucristo  para ser parte del divino propósito del creador. Porque somos templarios, los soldados de Dios. Tras una última bendición de los sacerdotes, avanzamos. Primero a trote. Sólo se oye a los buitres que nos observan en las alturas del cielo. Nuestros caballos van incrementando su ritmo hasta que, a falta de setecientos metros, comienza la carga. En esos momentos una extraña sensación de euforia me recorre el cuerpo. La sed se desvanece, ya no noto el cansancio ni el peso de la armadura. Puedo oír rezos, blasfemias, desafíos e insultos. Yo simplemente aúllo, como la gran mayoría de los cruzados. También oigo cánticos pidiendo la ayuda de Alá, y en ese momento pienso en derramar sangre infiel. Sin contemplaciones. Maldita sea, clavaría mi lanza en su profeta.


Las nubes de flechas nos van diezmando. Los hombres se lamentan y gimen de dolor. Yo me cubro con el escudo, y con la mirada clavada en el frente, musito una oración a la Virgen. Dios está de nuestro lado. Soy uno de los guardianes del templo de Salomón, y llevo con orgullo y fidelidad la cruz roja en mi pecho. Faltan trescientos metros. Se ven las sombras del enemigo entre el polvo que levantan los caballos. Doscientos metros. Vamos jinete, cabalga a tu destino. Cien metros. El enemigo ya es perfectamente visible. Preparo la lanza y la clavo en el primer hombre que está al alcance de mi brazo.


El choque es devastador. Durante unos minutos pierdo la noción de la realidad. Mi montura aplasta a varios infantes y mi lanza se rompe al enredarse en las costillas de un sirio. Saco mi espada y continúo en la batalla. Todo lo que veo son intestinos desparramados, miembros amputados y escudos astillados regados con sangre.


Repetimos la carga una y otra vez a lo largo de la batalla. Nos rechazaron en todas.  La desesperación ya ha vuelto, acompañada con la sed. Mi caballo está reventado y tengo una terrible herida del mulso que sangra abundantemente. Puedo oír los tambores que anuncian la carga final musulmana. Algunos huyen, otros se rinden e incluso llegan a despeñarse ante los cuernos de Hattin. Yo, y los pocos que quedamos, rodeamos la Vera Cruz. Nos sacrificaremos como lo hizo Jesucristo por nosotros. Ya llegan. Nos mostramos bravos, pero apenas podemos con nuestra alma pecadora.  Una flecha se clava en mi hombro. Del dolor tengo que soltar mi espada. En un último arrebato, armado con mi daga, me lanzo a una muerte segura. Me llevo a varios infieles por delante hasta que me abrieron el estomago con una cimitarra. Caigo al suelo. Me cuesta respirar y en mis jadeos, escupo sangre. La vista se me empaña mientras miro la cruz roja de mi pecho. Y espero que el Dios por el que he matado sepa perdonarme.

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