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Mostrando entradas de 2019

Cristo, ten piedad

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Cuentan que el Cristo de Cabrera era indestructible. No en vano, los lugareños relatan con orgullo una y otra vez como los soldados de Napoleón, llenos de odio tras la derrota de Los Arapiles, intentaron quemar la talla milagrosa para vengarse de los feligreses que habían implorado la muerte de sus camaradas. Sin embargo no ardió. A pesar de sus rabiosos intentos, pronto les invadió miedo desde lo más profundo de su alma y finalmente pusieron pies en polvorosa para no regresar jamás. La talla era sencilla y no tenía grandes alardes artísticos, no como su leyenda de milagroso que se había extendido por toda Salamanca y multitudes de peregrinos iban a visitarlo desde más allá de sus fronteras para implorar ayuda sagrada. Muchos incluso decidían ir andando por la madrugada desde la capital de provincia durante treinta y tres kilómetros para agradecer buenaventuras y suplicar el perdón de los pecados.

God's Gonna Cut You Down

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Paige seguía borracha al amanecer mientras esperaba impaciente frente a la verja del cementerio. Despeinada y con la mirada perdida, apuraba una botella de whisky mientras se colocaba la ropa y trataba de arreglar su maquillaje corrido. Ya estaba harta de esperar y de los nervios su mano fue hacía su cicatriz en el antebrazo. Recordó como se lo hizo, con apenas diecisiete años. Le gustaba apretar el pedal del acelerador en la carretera y demostrar a los chicos que a ella no le tosían. Uno de ellos se puso gallito, y al tratar de impresionarla chocó con ella. Él la fue a ver ileso y sin un rasguño al hospital; ella ahora va a verle totalmente ilesa a la tumba. Las puertas de acero algo oxidado se abrieron y ella se dispuso a ignorar a los vivos como llevaba haciendo desde ese día, atravesando la sombra de altos cipreses, con paso decidido pero algo tambaleante. El enterrador, ya acostumbrado a su presencia, ni le dirigió una mirada ni le reprochó, nunca lo hizo, su estado. Re

De Dioses y Hombres

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Las llamas del incendio iluminaban la agonizante ciudad de Troya. Sus ciudadanos huían desprevenidos por las calles mientras los soldados aqueos acababan con diez años de hambre y muerte. Al fin Agamenón se impusó sobre su enemigo Príamo y Menelao se reencontró con Helena, la de los brazos níveos. La ciudad no cayó por la espada de Aquiles, muerto por la voluntad de Apolo, o de Áyax, preso de la locura mandada por Atenea, sino por el ingenio y engaño de Odiseo. Los soldados troyanos, tan heroicos como desafortunados, veían como los dioses no tenían piedad con ellos a pesar de su valor y pericia en la batalla. Uno a uno perecían, algunos desprevenidos aún en la cama, otros sin armaduras dieron su vida de forma inútil, y solo unos pocos tuvieron el honor de morir vendiendo cara su piel. Peor suerte tenían las troyanas, ahora indefensas ante las violaciones indiscriminadas. Hasta la princesa Casandra no pudo salvaguardar su honor ni agarrándose a la estatua de Atenea desesperadamente

Memoria

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Yo intento retener la mirada pero no puedo. La vergüenza y la culpabilidad acongojan a un corazón nervioso y provocan que mi mano temblase. Un temblor que ella nota y dirige la mirada de sus ojos negros hacia mí. ¿Qué sucede? preguntan suspicaces. Yo trato de negarlo, disimulando mi agitación. Intento engañarla cuando mi mano acaricia su rostro y recoge su pelo negro por detrás de la oreja. Hablamos de cosas banales; yo hablo deprisa y ella lentamente, masticando las palabras. Cuando finalmente se instaura un pesado silencio ella se excusa y se va a saludar a otra persona. Solitario en una masa de gente elegante y feliz, ojeo receloso mi alrededor. La fiesta sigue y no paran de servir champán. Y entonces, ella se planta de repente frente a mí. Ella está diferente pero es tan hermosa como en mis recuerdos. -¡Cuánto tiempo! -¿Eso es todo lo que tienes que decirme?

Arde la piel

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Los chicos son tan predecibles que aburrían a Jessica. Algunos prefieren mirarla de reojo y bailar un cortejo al ritmo que ellos piensan que marcaba su ingenio cuando en realidad va según mueve ella las piernas. Los peores son los capullos que sonríen como babuinos mientras le miran el escote y les gusta jugar directo. Desgraciadamente los capullos son la mayoría. Pero Jessica no se engañaba; ella podía ser peor. Ahora mismo se sentía una puta. La voz se lo decía justo al oído. Y la piel le quemaba. Se acariciaba la muñeca, justo en la zona del brazalete azul a juego con su traje de animadora. ¿Por qué lo hacía? Ni siquiera le gustaba ese chico. Era un imbécil y tampoco era tan guapo. ¿Pero cuándo hacemos lo que realmente queremos? ¿Es por morbo? No, ella sabía perfectamente que no sabía siquiera besar, no digamos el resto. ¿Era al menos un buen tipo? No, simplemente un saco de piel con huesos y músculos fácil de manejar que al menos le hiciera sentir algo. Que por un momento no