La Bruja



Era una edad donde pervivían príncipes y emperadores que querían regresar a la gloria romana bajo la protección de una Iglesia deseosa de limpiar las tierras de Alemania de paganos que seguían fieles a las creencias de sus antepasados. Los curas portaban la cruz y predicaban la religión del Papa con fervor e intransigencia hacia los restos del viejo mundo. Pero había uno que cayó en la desesperación. Era joven y lleno de ideales que en ese momento ardían en el fuego de la guerra y la devastación de la peste y ya solo eran cadáveres con miembros amputados, llenos de pústulas negras. El sacerdote notaba como sus palabras estaban vacías de toda fe, incapaces de sonar convincentes cuando prometía un nuevo reino de los cielos a los harapientos, a los hambrientos, a los moribundos, a las viudas o a los huérfanos. El joven sacerdote se arrodillaba frente al altar, rezando para que Dios le devolviera su fe. Pero Cristo seguía clavado en su cruz sin dar muestras de oírle, siendo solo madera.


En las afueras de la misma aldea donde se situaba el convento vivía una bruja. No coincidía con la descripción que hacía el folclore de esas hechiceras que vivían apartadas de los pueblos, marginadas y escondidas. Gentil y amable, era conocida por su belleza y su juventud, sin atisbo de verrugas o deformidades con las que los cuentos infantiles solían disfrazar la realidad. Al contrario era rubia, con una altura superior a la media, esbelta, de rostro ovalado y de ojos azules como zafiros escondidos bajo pintura negra. Se contaban historias de todo tipo sobre ella: que había conseguido sus poderes gracias a un pacto con el diablo en una fría noche de Navidad, había sobrevivido al fuego de un incendio e incluso había descendido a las más bajas profundidades del infierno para yacer con Satanás. El sacerdote había advertido a sus feligreses que ella estaba marcada por el demonio, y había extendido las habladurías para aterrorizar a la población pero era en vano. La desesperación era cada vez más fuerte y recurrieron a sus pócimas e hierbas que tuvieron el atrevimiento de resultar beneficiosas para los enfermos. El sacerdote se sentía humillado y sin fe, y decidió armarse para acabar con ella. Quizá con ese acto de limpieza pudiese volver a recuperar la senda de Dios.

Se internó por el frondoso y tenebroso bosque, tropezando con raíces rebeldes y chocando con ramas traicioneras. Ya estaba cercano el atardecer cuando la vio, de pie y sonriente junto a un solitario árbol, como si le hubiese estado esperando. El sacerdote se agarró a la cruz que colgaba de su pecho para darse fuerzas y se dirigió con determinación hacia ella, pero se quedó a medio camino, sin ser capaz de dar un paso más. Ella empezó a moverse, dando vueltas hacia su alrededor como si fuera una loba acechando a un cervatillo, relamiéndose frente a su presa. Y ella hablaba con una voz profunda y divertida de la situación, con cierta sorna.

-¿Qué buscabas en mi bosque, hombre de Dios? - Él ya no lo sabía, se había quedado en blanco. - ¿Demostrar que soy un fraude, una mentira? ¿O, peor aún, una verdad incómoda que te atormenta y te recuerda que la realidad está lejos de los salmos que recitas con devoción y te convierte a ti mismo en el fraude, en la mentira? Tú y tu Dios. Ni siquiera puedes quemarme en la hoguera: como dice la leyenda, soy inmune al fuego. ¿Habrás creído a la leyenda traicionando a tu fe? - El sacerdote notaba la boca seca, a sus ojos nerviosos danzando en sus cuencas y la bruja cerrando el círculo, acercándose mientras reía. - ¿Qué querías ver? ¿A una joven inocente engañada por doctrinas herejes a la que hacías un favor purificando su alma?, ¿o a una astuta ramera estafadora a la que castigar?, ¿O acaso a un monstruo de lengua viperina, garras y cientos de extremidades al que combatir? La verdad que tienes ante tus ojos es que soy más piadosa que tu Dios que sigue en silencio en este mundo que creó a su imagen y semejanza justo antes de deformarlo por malicia, por diversión, por cinismo. Yo te dejaré ver quien soy en realidad. - La bruja deslizó las correas de su vestido que cayó a sus delicados pies. El sacerdote miraba extasiado pero trataba de recordar sus enseñanzas en el seminario. Su parte racional quería cesar este delirio, volver a Dios, quemar a la bruja, dejarse de estupideces, ella solo era...

-Carne, ¿verdad? - Dejó asomar sus dientes blancos entre sus labios rojos. -¿No te parezco más bella, más apetecible, más humana que esas esculturas de vírgenes suplicantes a las que te arrodillas? - Las luces del sol tostado del atardecer se reflejaba en su nívea piel, en sus turgentes pechos, en su vientre plano, la redondez de sus nalgas y sus largas piernas. El sacerdote miró atrás, a la Iglesia de piedra. Allí permanecían sus creencias. Pero también la corrupción, la duda y la putrefacción de un pueblo desesperado y abandonado por Dios. El sacerdote había buscado toda su vida la santidad y la piedad, desesperado ante el mal que le rodeaba. Y toda esa búsqueda había acabado donde menos lo había sospechado: frente a una concubina del demonio, una criatura en apariencia tierna pero que solo hacía falta ver sus ojos para contemplar su paganismo salvaje. Unos ojos que le miraban y desataban en él un hambre y una sed que desconocía, al tiempo que contemplaba sus rosados pezones y su monte de Venus ofreciéndose a él como las tentaciones del desierto de Jesús. Ella daba pasos hacía él, se le terminaba el tiempo para tomar una decisión que se acercaba inexorablemente. Él no retrocedía, paralizado todo su cuerpo excepto su masculinidad que crecía.

Finalmente la respuesta apareció fugazmente en los labios de la bruja y no pudo contenerse más. Besó con avidez esos labios y descubrió que no estaban envenenados. Ya desnudo, acarició su interior y lo encontró húmedo. Fue abrazado por sus brazos, no por culebras mientras la noche les alcanzaba. Tenía frío pero se abrazó al cuerpo tibio de ella y sintió su respiración cálida hasta que ella le tumbó en la hierba y se sentó a horcajadas sobre él. Así, en cada gemido, en cada sacudida, el sacerdote fue descubriendo la verdad, abandonó la falsa santidad, amó la belleza. La amó siempre desde ese momento.

Lo hizo incluso cuando cavaba en la tierra oscura con sus propias manos. Seguía amando su belleza, a pesar de como la enfermedad y la putrefacción había deformado su cuerpo. Su rostro estaba en paz. Siempre había estado en paz. Quien sabe si su alma alcanzaría el cielo al ver Dios a una alma verdaderamente pura o, sin embargo, acabaría en el reino rebelde de las profundidades. Besó sus labios por última vez. No lloró, solo le colocó su preciado collar en su cuello pálido. Estuvo un largo tiempo contemplando ese cuerpo sin vida, esperando un milagro como los que ella solía hacer y volviese a respirar, pero finalmente tuvo que aceptar que había decidido que era tiempo de partir. Cubrió de ramas el sepulcro, solo alumbrado por las estrellas. Como en esa noche, en esa noche que se amaron por primera vez, en esa noche que ella salvó su alma. Ahora salva la mía, le dijo mientras tosía sangre, necesito una tumba digna. Nada en suelo sagrado, pero si en un lugar que de verdad sea hermoso para poder descansar toda la eternidad. Él cumplió su cometido. Suspiró en la fría noche y recordó lo que le dijo, tumbados en el bosque desnudos y jadeantes, cuando le mostró las estrellas.

-Cuando creas que ya no hay luz, que solo queda oscuridad, vuelve la cabeza al cielo. Allí está la respuesta. A pesar de todo el poder de la oscuridad, la luz se abre paso.

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