That's me in the corner


Finta y gancho con la izquierda que impacta contra el mentón del rival que tengo enfrente. Después aprovecho que está aturdido para soltar un directo que tal vez sea el decisivo y no se pueda volver a levantar. Suena fácil, muchas veces el plan me ha salido a la perfección y está claro que soy mejor boxeador que él; de hecho todo el mundo ha apostado por mí. Ese era el problema.

Repaso una y otra vez lo que debería haber hecho mientras el agua de la ducha cae sobre mí, aunque ya me he terminado de aclarar el jabón. Me pongo una toalla y me visto en silencio en un vestuario limpio excepto por la ropa a medio recoger. Estoy ya vestido cuando llaman a la puerta y entra la sonrisa de lagarto del señor Puzzo. Me tiende un sobre que yo cojo y me da un apretón de manos al tiempo que me susurra: buen trabajo. Se va con su traje impoluto y me digo que he hecho lo correcto, intentando convencerme a mí mismo. Es lo mejor para todos. No podías rechazarlo. Tienes que pensar en más cosas que en tu orgullo. Pero entonces, ¿por qué me siento un deshecho humano? Quizá es lo que soy, la basura blanca que tantas veces me habían dicho que era; alguien nacido para perder y no quejarse. Hubo alguna vez que creí que iba a ser campeón del mundo, que era invencible. Pero todo ese camino de grandeza se ha terminado en este vestidor, culminando mi traición a mi mismo. He recibido una buena suma, pero no me iban a volver a mirar a la cara ni a ser tomado en serio de nuevo. Me pongo la camiseta y me miro por última vez en el espejo. Aunque mi cuerpo todavía mantenía la forma física, en mi rostro se ven los golpes y que ya mi juventud se ha erosionado y voy entrando en una madurez decadente que finalmente me ha obligado a venderme para mantener a una familia a la que yo ya no podía seguir dando ejemplo.

Me voy sin mirar atrás por una puerta lateral, intentando no encontrarme con nadie. Afortunadamente la calle está vacía debido a la oscuridad profunda que devora la noche excepto por un taxi solitario que acude a mi llamada con cierta pereza adormilada. El conductor me mira indiferente cuando entro en el vehículo y finalmente arranca sin emitir palabras innecesarias. En la radio suena un locutor que da el resultado del combate mientras un tertuliano emerge para arremeter contra la falta de integridad de los boxeadores tramposos, a los que califica como peligrosos cánceres que destruyen la nobleza de este deporte. Es curioso, él fue el que me presentó a los Puzzo. Algunos oyentes llamaron para dar su opinión mientras se recostaban en su sillón. Entre “yo opino” y frases jactanciosas, ojeo la ciudad por la ventana mientras me recuesto en mi asiento. ¿Qué nos queda cuando vendemos nuestros sueños por unas lentejas? Pues simplemente un taxi apestoso que me lleva a casa con la radio recordándome mi fracaso y las treinta monedas de plata quemándome en el bolsillo.

El taxi me lleva a un barrio silencioso y mal iluminado debido a que gran parte de las farolas están rotas. No me atrevo a tocar aún el dinero del sobre y rebusco en mi cartera unos billetes mugrientos que le doy al conductor. Tras salir, me veo enfrente de mi hogar y me siento en las escaleras del rellano, a pesar del frío. Esa noche no había estrellas debido a la contaminación de la ciudad de la que prometí escapar y ahora me ha arrinconado en uno de sus suburbios. Desde una de las ventanas de mi espalda se escapa una luz. Intento no mirarla, ni siquiera cuando se abre la puerta y Connie avanza. Recuerdo sus palabras que pronunció cuando le conté la oferta: tú sabrás lo que haces y que quieres ser para tus hijos. Y me dejó solo con ellas, sin poder replicarla, con un anticipo de la oferta en la mano y una mesa repleta de facturas sin pagar. No pude dormir esa noche mientra veía las paredes deshilachadas y agrietadas de nuestro cuarto.

Ahora ella está a mi lado, tendiéndome una cerveza. Se sienta y me fijo por como estaba vestida -unos vaqueros ceñidos y una camiseta de tirantes bajo una chaqueta - que había estado esperándome toda la noche, rechazando la comodidad de la cama. Acepto la cerveza y trato de escudriñar en sus ojos azules y la mueca de sus labios lo que pasaría a continuación. Le doy un largo trago para darme valor y siento como me abraza, con su mano colgando en mi hombro y su rubia cabeza apoyada en el otro, mientras miramos a un horizonte cubierto de oscuridad.

-¿Lo viste?

-Tus hijos no me dan otra opción cada vez que combates.

-Se habrán llevado un disgusto.

-Les dije que habías estado enfermo, y que aún así querías luchar. Sigues siendo su héroe.

-Ya...

Le doy otro trago a la cerveza y vuelvo a caer en un silencio que me veo obligado a romper.

-Escucha Connie, yo...

-No, no hace falta que digas nada. En la vida hay que tomar decisiones difíciles y tú tuviste la valentía de ir contra todos, incluyendo contra ti mismo, y estabas dispuesto a realizar el sacrificio.

-¿Pero ha merecido la pena? Cuando los niños crezcan y sepan la verdad, ¿qué pensarán de mí? ¿qué ejemplo les he dado? ¿qué la vida termina vendiéndote a ti mismo? Ese es el camino que les he mostrado.

-El camino que les has mostrado es que un verdadero padre está dispuesto a escupir su orgullo y sacrifica lo que sea por su familia. Que a él no le importa hundirse en el fango mientras su familia cruza el peligro sin mancharse. Cuando sean jóvenes no lo entenderán, pero cuando pasen los años lo harán, y seguirás siendo su modelo.

-¿Pero lo que he hecho está bien?

-Bueno, digamos que está hecho. No podemos permitirnos el lujo de ser moralistas. Eso es para clase media. Mira, no te digo que no te compadezcas de ti mismo; lamete las heridas. Pero ya mañana no puedes. Te necesitamos, finge que estás aún enfermo pero no puedes poner mala cara delante de ellos. Eso se lo debes. - Connie me da un leve beso. - ¿Ya podemos entrar? Aquí hace frío y aún tenemos calefacción en casa.

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