Justiciero


Llegué a la habitación del motel totalmente exultante. Finalmente lo había hecho, me había atrevido. Siempre había intuido que a la hora de la verdad no iba a ser capaz de hacerlo, que me quedaría congelado cuando le viese. Aún dudaba cuando el cuerpo cayó al suelo como un saco de cemento y sus ojos verdes me miraban fijamente. Pero lo hice, finalmente lo hice. Ahora podía permitirme sonreír. Púdrete en el infierno, cabrón.



Su nombre me había obsesionado durante este último año, desde cuando Natalie le confesó todo entre lágrimas mientras él salía en la tele con su sonrisa del millón de dólares y un rostro maduro, de arrugas elegantes y un afeitado siempre apurado. Era la imagen del éxito que se elevaba sobre los mortales y sus aduladores pedían que nos uniésemos a ellos en masa, como si adorarle fuera lo más natural. Es uno de estos dioses modernos, ese ejemplo para todos nosotros, todo lo que debemos ser. Yo fui uno de ellos, fue uno de los personajes que me inspiraban, y estaba infestado por el deseo indisimulado de querer ser como él. Imitaba sus gestos, estudiaba sus palabras como fueran sagradas y soñaba despierto estar frente a él y ver como asentía la cabeza, lo que significaría su bendición, como un viejo rey nombrando como sucesor al impetuoso príncipe. Al final nos hemos visto las caras en la realidad, frente a su mansión cuando regresaba de su paseo matutino por la playa de Miami, y pude contemplar su rictus de terror cuando enfundé el arma. Había practicado, pero solo contra latas, y no sabía si mi dedo se quedaría encallado en el gatillo en el momento que iba a segar una vida humana, aunque fuese una despreciable. Con los nervios alcé mi brazo demasiado rápido y me quedé apuntándole con el arma unos segundos. No me temblaba el pulso, pero sí sentí como mi pierna cayó presa de un espídico baile de espasmos. Él me vió, nos miramos a los ojos. Y lo que vi no fue su optimismo desaforado ante el mundo que devoraba o el halo de genialidad propia de los que se sienten distintos a los demás. El dios se había convertido en un hombre incrédulo y atropellado por su destino, preparando una súplica por su vida precaria que solo tuvo como respuesta una bala en el pecho y otra en el cráneo. Después de hacerlo corrí sin mirar atrás, con el corazón palpitándome. Lo había hecho. Lo había matado, maldita sea.

Me moría por contárselo a Natalie. Me sentí un poco culpable por no decirselo. Pero era necesario, seguro que hubiera tratado de pararme. A veces ella es demasiado buena.

Mi refugio era más que modesto, la habitación era cochambrosa y el motel estaba habitado en su mayor parte por divorciados arruinados, yonkis y putas. Dormir era imposible sin tapones o sin acostumbrarte ya que se oía todo lo que pasaba fuera, y por la noche había una gran actividad de borrachos, gemidos y peleas. Ya dentro, la habitación tenía una decoración austera excepto por dos cuadros horteras. Encima de una cama individual sobria estaban las maletas ya preparadas para una huida rápida. El mueble bar era pequeño y seguía cerrado y la televisión era pequeña, pero me da igual, no todos los triunfos precisan de grandes marcos. La encendí, y vi con satisfacción como todas las cadenas paraban su programación habitual para que su cadáver apareciera en primer plano. Me tumbé de forma cómoda, disfrutando el momento mientras los titulares sensacionalistas salían a relucir en la pantalla. No tenía nada de culpa, ni rastro de moralidades absurdas, solo la sensación rebosante del orgullo de haber impartido justicia.

En ese momento sonó mi móvil. Vi que era Natalie y lo cogí, dispuesto a compartir la alegría por la muerte de ese malnacido.

-James, ¿has visto las noticias?

-Sí, está en todos lados. Ha acabado como se merecía.

-Pensaba que ya lo había olvidado. Pero, dios mío, todo esto me está superando. Dime, ¿puedes venir? Te necesito. Eres el único que lo sabe, solo contigo puedo desahogarme.

-Cariño, estoy en Miami. He sido yo quien ha hecho el trabajo.

-No me jodas, James. Esto es serio. - Hubo una pausa, rota por su respiración fuerte, ansiosa por boquear aire – Estoy recordando todo. Joder, lo tengo delante. Hacía tiempo que había conseguido dejar de pensar de nuevo. Pero ha vuelto. Me mira, me toca con sus manos, siento su cuerpo. Me envuelve el asco...

Al otro lado de la línea Natalie cae derrumbada en un sofá, tratando de no llorar por una promesa que se hizo a si misma, aunque no puede evitar alguna que otra lágrima.

-Todo ha acabado. ¿Me escuchas? Todo ha acabado. Por fin puedes respirar tranquila. El cabrón ha muerto, se ha hecho justicia.

-¿Y yo qué? No necesito tus putas bravatas, lo que quiero es seguir adelante. Y te necesito. Así que déjate de gilipolleces y ve a mi lado.

-Te lo he dicho ya. Estoy en Miami. He sido yo quien le ha pegado dos tiros.

Hasta yo me sorprendo de la frialdad y determinación con la que lo digo, como si estuviera regodeándome de mi acto. Acto seguido, se hizo el silencio, reafirmando la confesión. Finalmente la voz temblorosa de Natalie se decidió a romperlo.

-¿Qué has hecho, James?

-Lo que debería haber hecho cuando me lo contaste. Algún día tenía que ajustar cuentas, y al final he tenido que ser yo quien lo hiciera.

-¿Pero cómo se te ocurrió hacerlo? ¿En qué estabas pensando?

-Porque te veo todos los días. No puedo evitar fijarme y odiarme por estar tan ciego. Veo como no puedes evitar mirar hacia atrás con miedo, como si alguien te acosase; noto como tu piel se eriza y los músculos se tensan alertados. Notó tus dudas cuando te beso, casi rehuyendo el contacto. Y me desquicia. Me desquicia ver como te paralizas, como un conejo que ve quieto la escopeta del cazador, cuando sale en la televisión o simplemente se menciona su nombre. Me obsesiona ver como por su culpa te vuelves fría, desganada, apática, olvidando quien eres. Porque te quiero, y me quema por dentro ver como te ha dañado. Por eso tiene que pagar.

-¿Me estas diciendo que le has pegado un tiro por mí?

-Sí.

-¿Pero cómo te atreves a justificar tu crimen conmigo?

-No te entiendo. He hecho justicia, te he vengado. Deberías...

-No, tú no me vas a decirme lo que debo hacer. ¿En qué maldito momento se te ocurrió que lo mejor que podías hacer era ir de justiciero? No, a mí no me metas. Ha sido tu orgullo de machito lo que te ha llevado a Miami con una pistola a lo John Wayne a mancharte las manos.

-Natalie, él está muerto gracias a lo que he hecho. Nadie ha movido en estos años un dedo; he sido yo quien ha tenido que hacerlo. ¿Y me lo vas a recriminar?

-¿Y qué hay de mí, capullo? - Su llanto era incontrolable, pero ahora se alimentaba de rabia – Yo ahora estaba mejor. Veo que no lo suficiente para ti, pero yo me veía más feliz como una luz en el pozo. Llevo meses jodida, devastada, aniquilada. Y ahora que pensaba estaba mejor, la persona en la que me había apoyado, la persona que me prometió estar a mi lado siempre, la única persona con la que me he podido desahogar se va a jugar a ser un pistolero. Le has convertido en un puto mártir, mira como hablan de él. Voy a ver su cara durante meses, una y otra vez. ¿Así querías ayudarme? ¿Has usado la cabeza para algo mientras lo planeabas? ¿Pensaste en algo en mí o solo he sido tu excusa?

No supe contestar. Pero Natalie, balbuceé. La adrenalina había caído y la habitación, ya pequeña, encoge, dispuesta a ahogarme. Su voz continúo, tras secarse las lágrimas.

-Ahora sé que estoy sola. Es duro desengañarse, pero en el fondo es mejor que seguir engañada. Me siento traicionada, pero no te preocupes por mí, si lo has hecho alguna vez, creo que podré salir de esta. Sola. Adiós James. Ni se te ocurra llamarme o ir a verme.

-Natalie, por favor, no puedes culparme. Haría cualquier cosa por ti. Te lo he dicho siempre. Ahora lo he cumplido. No me hagas esto.

-¿Cualquier cosa?

-Sí

-Pues aprieta el gatillo otra vez, pero esta vez apuntándote a ti mismo.

Y colgó.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Un último Baile

Yo solo quería

Entre fronteras