Memoria



Yo intento retener la mirada pero no puedo. La vergüenza y la culpabilidad acongojan a un corazón nervioso y provocan que mi mano temblase. Un temblor que ella nota y dirige la mirada de sus ojos negros hacia mí. ¿Qué sucede? preguntan suspicaces. Yo trato de negarlo, disimulando mi agitación. Intento engañarla cuando mi mano acaricia su rostro y recoge su pelo negro por detrás de la oreja. Hablamos de cosas banales; yo hablo deprisa y ella lentamente, masticando las palabras. Cuando finalmente se instaura un pesado silencio ella se excusa y se va a saludar a otra persona.

Solitario en una masa de gente elegante y feliz, ojeo receloso mi alrededor. La fiesta sigue y no paran de servir champán. Y entonces, ella se planta de repente frente a mí. Ella está diferente pero es tan hermosa como en mis recuerdos.

-¡Cuánto tiempo!

-¿Eso es todo lo que tienes que decirme?


Ella ríe mientras yo no puedo evitar repasarla con la mirada una y otra vez como el sediento que no consigue evitar recrearse en un espejismo en el desierto, o el pecador de gula que, aún saciado, busca otro bocado porque sabe que este es delicioso a su paladar.

-¿Te apetece bailar?

Trago saliva pero no puedo decir que no, presa de emociones que no podía olvidar. Sus manos me arrastrarán con firmeza mientras la mía recorre su silueta hasta su fina cintura. Su pelo rubio, la pequeña naricita que solo puede ser suya, su característico maquillaje de ojos. Sí, sus ojos azules, sus malditos ojos, no me he olvidado de ellos. Me persiguen ahora como lo han hecho toda mi vida. Y no son inocentes, nunca lo han sido. ¿Cómo no amarla? Da igual que me dañe, que sea insano. Pero algo me dice que pare, que aún estoy a tiempo de evitar de meterme en la trampa del lobo. Pica mi cabeza una y otra vez con insistencia, con cada paso de baile, con cada acorde de música, no para hasta que la suelto y ella da un bufido.

-¿En serio? ¿Qué creías que era esto?

Estoy paralizado, con la boca seca y un frío sudor en la nuca.

-Yo solo quería bailar. Solo bailar. Pensaba que ya eras adulto. Me equivoque.

Me veo obligado a replicar, repleto de indignación y autocompasión.

-¿Adulto? Te equivocas. Es solo memoria.

-Exacto. Solo debería ser memoria. Nada más.

-No te hagas la filósofa. Todo nosotros somos memoria. - Le miro fijamente. - Nunca he podido olvidarte.

-Esto no va de olvidar y sumergirse en la memoria. La vida no es memoria, sino saber a donde va en nuestros siguientes pasos. Y eso no es solo lo que supuestamente aprendes del pasado, sino también lo que decides hacer en el presente y la suerte. ¿Ahora te arrepientes de lo que pasó? ¿Incluyendo del final?

-Sí.

-Mientes. Quizá pasado unos meses lo hiciste pero ahora la suerte ha vuelto a sonreírte. ¿Vas a dejar que todo se estropee por un espejismo? Has vuelto a sentir, y eso es bueno, es realmente fantástico. - Ella alarga su mano hasta posarse suavemente en mi brazo – Hay que cuidarlo, no ahogarlo, que sobreviva. Pase lo que pase, acabe como acabe. Y en cuanto a mí – sonrió pícara – recuerda los diamantes, perdona el óxido y pasa página.

-Ya, pero es...

Pone su dedo en mis labios, callándolos.

-Ya es la hora. Te estará buscando.

Tras eso, gira en sus tacones y se aleja en el gentío. Aparto mi mirada por última vez de ella al tiempo que se funde en los brazos de un joven afortunado. Y por una vez no siento envidia y me voy hacia la dirección contraria. Vuelvo con ella, que me mira con las cejas arqueadas y ofreciéndome una copa. La susurro al oído que quería ir fuera, a que me diera un poco de aire. Ella asiente en silencio y me sigue hasta el solitario y oscuro jardín. Bebo largos tragos y me poso en una barandilla iluminada por una tenue farola.

-¿Estabas perdido ahí dentro?

Por fin me atrevo a hablar sin miedo que me traicione la voz para responderla:

-Ya no.

Me vuelvo hacia ella y la sonreí. Ella se aleja juguetona de mi brazo.

-¿Ahora te pones romántico?

-¿No te gusta?

Ella se agarra de la farola y da unas cuantas vueltas alrededor suya. El recuerdo intenta volver otra vez, pero está vez no le presto atención.

-No te queda mal, pero te prefiero más... pícaro. Y menos melancólico. Solo un poquito.

Las hojas de los árboles están húmedas por rocío nocturno y la luna creciente nos espía desde un cielo sin estrellas al tiempo que mi lengua se encontraba con la suya antes de escaparnos hacia alguna otra parte.

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