De Dioses y Hombres



Las llamas del incendio iluminaban la agonizante ciudad de Troya. Sus ciudadanos huían desprevenidos por las calles mientras los soldados aqueos acababan con diez años de hambre y muerte. Al fin Agamenón se impusó sobre su enemigo Príamo y Menelao se reencontró con Helena, la de los brazos níveos. La ciudad no cayó por la espada de Aquiles, muerto por la voluntad de Apolo, o de Áyax, preso de la locura mandada por Atenea, sino por el ingenio y engaño de Odiseo. Los soldados troyanos, tan heroicos como desafortunados, veían como los dioses no tenían piedad con ellos a pesar de su valor y pericia en la batalla. Uno a uno perecían, algunos desprevenidos aún en la cama, otros sin armaduras dieron su vida de forma inútil, y solo unos pocos tuvieron el honor de morir vendiendo cara su piel. Peor suerte tenían las troyanas, ahora indefensas ante las violaciones indiscriminadas. Hasta la princesa Casandra no pudo salvaguardar su honor ni agarrándose a la estatua de Atenea desesperadamente, sabiendo desde hace años el terrible futuro que les aguardaba a ella y a los suyos. Los dioses nunca han sido justos. La ciudad era un grito de celebración y un aullido que se lamentaba. No, ya no hay heroísmo en Ilión. Ningún poeta podría describirlo y hacerle justicia. Ciego es quien ve a la Guerra de Troya como algo que celebrar.


Una mujer hermosa – más que la misma Helena – de cabellos rubios pero con un rosto alterado por un rictus de terror se presentó ante su hijo, Eneas. De alto porte y complexión musculosa, él tampoco daba crédito a la palabras de advertencia de lo que se avecinaba. Estaba rodeado de los valerosos soldados que tanta sangre habían derramado para sobrevivir un día más y ahora miraban al suelo, e incluso alguno no podía evitar dejar caer las lágrimas de sus ojos. Eneas se mesaba la barba cuando la mujer desapareció y con una voz entrecortada y temblorosa les habló a ellos con honestidad:

-Nuestros temores se han confirmado. No hay futuro ya en esta ciudad. Todo ha sido en vano. La sangre, el sacrificio, todo ha servido para llevarnos a esta derrota y a la aniquilación. Quizá los soldados podamos aceptarlo pensando en el honor. Pero es una mentira. - Nadie decía nada mientras Eneas miraba la ciudad por la ventana – No queda mucho por lo que luchar. La casa de Príamo ha caído. No seáis estúpidos; huid. Solo nos queda sobrevivir con nuestras familias y buscar un nuevo hogar. No en vano, esa ha sido siempre nuestra lucha, que nuestras familias estén a salvo. El puerto está cerca; podemos escapar y lograr que se salven los que los dioses permitan.

Entonces Eneas se dirigió a un soldado, al que el yelmo tapaba una cicatriz en la ceja, pero no la mandíbula cuadrada y la boca apretada en un rictus con los dientes apretados.

-¡Ascleplio! Veo en tus ojos rabia y sé que eres tan inteligente para que ella sea realmente sea útil. Tú y tus soldados tienen una última lucha. Contened a los aqueos una vez más, una última vez. Aguantad mientras la gente se embarca en los barcos. Los demás buscad a vuestras familias. Y que Poseidón cuide de nosotros mientras avanzamos.

Rápidamente Ascleplio gritó ordenes a diestro y siniestro mientras golpeaba a su escudo con la lanza en una arenga tan simple como efectiva. Solamente se detuvo un momento para dirigirse a su primo Nicias, un joven de largos cabellos castaños y rostro lampiño.

-Ya has oído a Eneas. Marcha ya.

-Yo no te puedo dejar solo.

-¿Y si puedes dejar a tu esposa? ¿Vas a ser tan cobarde? - Ascleplio escupió al suelo con desprecio – Ve a por ella con pies ligeros y tráela para embarcarla. Se lo debes. Hoy no toca luchar sino sobrevivir.

-Yo podría decirte lo mismo.

-¿Qué me queda a mí más allá de sacrificarme por mis compatriotas y hermanos de armas? Y por ti; eres la única familia que me puede sobrevivir. Solo quiero ganar un poco de tiempo para vosotros. Tiempo que estás desperdiciando.

Asclepio le dio la espalda y marchó para liderar la formación. No habría victoria hoy, solo desesperación mientras unos solitarios soldados darán la vida creyendo que cada minuto que aguanten es un troyano que se salva de la barbarie. Alguien musitó:

-Ya vienen.

Los últimos soldados de Príamo formaron un muro de escudos y un bosque de lanzas donde cayeron desprevenidos los primeros aqueos, demasiado preocupados por el pillaje que en luchar de verdad, y eso no lo perdonó Apolo, que les condujo a la muerte.

Nicias corría por un callejón oscuro. Se cubría en las esquinas y vigilaba que nadie pasase por ahí. Era difícil decirlo, el ruido era contante y en cualquier momento podía aparecer alguien y pillarle desprevenido. Pero no, apenas se encontró a nadie. Estaba ya cerca de su casa cuando se encontró con una figura encapuchada que trataba de esconderse, mirando a todos los lados de forma angustiosa como un conejo que oye los ladridos de una jauría de perros. Cuando vio a Nicias, aún oculto en la oscuridad y con la espada ya envainada, salió corriendo.

Nicias llegó a su casa finalmente, pero no había nadie. Aún no había entrado nadie, pero el servicio había huido. Y ni rastro de su esposa. Por las brasas de un fuego había estado hacía poco. Repasó con una mirada triste una última vez su hogar, la casa de sus padres, donde nació y donde se crió, que pronto sería pasto del fuego. Y marchó de allí con los ojos apuntando al suelo internándose en la ciudad que poco a poco se convertía en ruinas.

Tras una cornisa se encontró a la figura encapuchada apostada en una pared con la cabeza en las rodillas. Cuando le vio, la figura sacó un cuchillo amenazante pero también tembloroso. Con el gesto la capucha cayó y se desveló el rostro casi desfigurado por el terror, con ojos azules acuosos y el un cabello oscuro despeinado cayendo sobre sus hombros sin ningún orden.

-¡Atrás! ¡No te acerques!

-¿Andromeda?

-¡No te acerques!

-¡Andromeda, soy yo! ¡Nicias!

Se quitó el yelmo mientras andaba lentamente. Andromeda rompió a llorar pero sin soltar el cuchillo.

-¿Dónde estabas? Todos huyeron. Pero yo me quedé, yo te esperé. Pero pensé que habías muerto. Se oían gritos. Me asusté. Huí. ¿Dónde estabas? Tardaste mucho. ¿Dónde estabas? ¿Por qué no estabas conmigo?

Nicias no podía responder. Trató de calmarla en una abrazo, sintiéndose culpable de todo. Pero el cuchillo seguía ahí. Él se detuvo. Sabía donde había dormido esa noche, faltando al lecho conyugal. Pero no había tiempo. Trató de tender una mano para levantarla del suelo, pero ella lo rechazó y se puso en pie ella sola mientras se limpiaba las lágrimas.

-Lo sé todo.

Y caminó, aún con el cuchillo en la mano preparada para usarlo. Nicias no dijo nada. Las calles estaban llenas de cadáveres y aqueos rematando a los heridos ignorando sus suplicas. Ellos se escondieron y trataron de ignorar al horror. Solo cuando llegaron a las maltrechas tropas troyanas resistiendo a duras penas pudieron respirar aliviados. Se abrieron paso por los soldados cansados y ensangrentados hasta llegar al lugar donde Asclepio estaba tendido, con la mano en el costado manchado con sangre de enemigos, amigos y suya propia.

-Me alegro de que lo hayáis conseguido. Ahora subid al barco.

-Yo me quedo. Quiero ayudar. Quiero luchar contigo.

-No. Tu lugar no es este. Es en el barco con ella.

-No. No es ese. Ya sabes lo que he hecho. Lo mínimo que puedo hacer es apartarme y expiar mi culpa.

-Déjate de tonterías

-Ella lo sabe.

-Desde hace tiempo.

-¿Cómo que desde hace tiempo?

-No has sido discreto.

-Entonces ella sabe que no soy un esposo digno. Solo me queda afrontar mi destino y morir aquí.

-Tu destino es ese barco. Los dioses ya verán si ajustan cuentas contigo.

-Nicias, no puedes hacerme esto.

-Callaos. Los dos. Soy consciente de mi vergüenza y estoy dispuesto a sacrificarme. Andromeda, coge el barco, busca a otro que te merezca y que no te haga desgraciada. Yo estoy maldito.

Andromeda, dominada por la furia que tanto tiempo había anidado en su pecho, fulminó a su esposo con sus ojos azules y se dirigió a él duramente:

-Si hay alguien que puede decidir sobre tu vergüenza soy yo. Soy yo quien puede perdonarte o no lo que has hecho. Yo soy quien ha estado pasando las noches sola, sintiéndome culpable por algo que no he hecho. Yo me obligaba a fingir que no pasaba nada con la esperanza de que parases, y tú ni siquiera te fijaste en como estaba tu esposa, obsesionado por la pasión. Has olvidado tus deberes matrimoniales, incluso ahora me abandonas a mi suerte. Ojalá me arrastren las corrientes del Helesponto; sufriría menos que en estos meses a tu lado. Lo peor es que aún te amo, a pesar de todo, a pesar de que has preferido unos ojos negros. Estoy dispuesta a todo, incluso a lo que no debería. No sé si mis plegarias al cielo te han salvado en esta guerra, pero si me abandonas mientras viajo a tierra extranjera mis maldiciones te perseguirán al Hades.

-Yo no puedo perdonarme. No puedo.

-¡Eso no te corresponde a ti decidirlo! No me quites ese derecho.

-Pero.

-Te aseguro que no me ayuda en nada que te suicides aquí. ¿Quieres redimirte? Accede a mi ruego. Queda poco tiempo, decídete. ¿Me vas a abandonar definitivamente?

Afrodita miró aliviada como su hijo se escapaba de Troya con su anciano padre a la espalda y una esposa que se había tornado en sombra. También fue testigo de reencuentro entre Menelao y Helena, que se vieron diez años después de su separación, separación propiciada por ella misma. También vio como Asclepio, aún tambaleándose por su herida, le dio un abrazo a su primo en una última despedida y marchó con sus recuerdos a la batalla. Al mismo tiempo, Nicias dio finalmente la espalda a la guerra que tanto sufrimiento había traído a los mortales en busca de un futuro aún incierto. Sería la voluntad de hombres como Nicias quien determinaría si se rinden a las pasiones ocultas o a las caricias de alguien al otro lado del mar tormentoso. O si finalmente hallarían la paz en un lugar entre siete colinas junto a alguien que les amase a pesar de todo, a pesar de dioses y hombres.

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