Cristo, ten piedad
Cuentan que el Cristo de Cabrera era
indestructible. No en vano, los lugareños relatan con orgullo una y
otra vez como los soldados de Napoleón, llenos de odio tras la
derrota de Los Arapiles, intentaron quemar la talla milagrosa para
vengarse de los feligreses que habían implorado la muerte de sus
camaradas. Sin embargo no ardió. A pesar de sus rabiosos intentos,
pronto les invadió miedo desde lo más profundo de su alma y
finalmente pusieron pies en polvorosa para no regresar jamás.
La talla era sencilla y no tenía
grandes alardes artísticos, no como su leyenda de milagroso que se
había extendido por toda Salamanca y multitudes de peregrinos iban a
visitarlo desde más allá de sus fronteras para implorar ayuda
sagrada. Muchos incluso decidían ir andando por la madrugada desde
la capital de provincia durante treinta y tres kilómetros para
agradecer buenaventuras y suplicar el perdón de los pecados.
Sin embargo, no eran tiempos de
romería, capeas y fiestas en España. Los ojos del país estaban
puestos en Salamanca, no por la excelencia de su universidad o la
belleza de su arquitectura, sino por la reunión de los generales
sublevados contra la República. Pronto se erigiría un generalísimo
que comande lo que algunos tildan de Cruzada y otros un ataque a la
democracia. Para el pueblo era una tragedia y también una
oportunidad de ajustar cuentas. El hierático rostro del Cristo era
testigo de luchas en las calles, denuncias a vecinos y carreras
llenas de desesperación casi suicida.
Sara ya estaba a punto de llegar cuando
paró a desayunar. La anciana tía se lo había preparado mientras
musitaba para si misma: pobre muchacha. Aún quería recordaba como
la niña alegre e incontrolable que volvía loca a su madre. Con sus
rizos rubios, su tez pálida y el candor que irradiaba a los demás
parecía un ángel caído del cielo cuando corría hacia ella en sus
visitas al pueblo. Cuando creció se serenó y pasó a ser toda una
mujer hermosa y coqueta, aunque excesivamente presumida que se miraba
constantemente en el espejo. Por eso le dolía verla así tras huir
del pueblo. Los ojos azules estaban hinchados y enrojecidos, apenas
se cambiaba ya de ropa y le aterrorizaba salir de casa. Por eso se
sorprendió cuando Sara decidió ir a visitar al Cristo, como había
hecho desde pequeña.
-Hija mía, no es tiempo de romerías.
-Pero tía, tú siempre has dicho que
el Cristo cuidaba de nosotras.
-El Cristo, el Cristo. Mira lo que ha
hecho por ti. Mira la ciudad. Su misma Iglesia es la que ha bendecido
esto.
-¿Y qué más quiere que haga? No
quiero seguir siendo lo que me he convertido.
-Qué sé yo hija, qué sé yo.
Finalmente Sara se había bañado a
conciencia e incluso se había tratado de arreglar. Se volvió a
mirar con reparo en el espejo. Las ojeras coronaban su rostro ya que
se pasaba las noches en vela mirando la ventana. Sus manos
acariciaron sus sienes notando como el cabello había empezado a
crecer. Saldría esa noche, y su tía la despidió con un abrazo,
lágrimas y un ten cuidado.
La noche había sido fría, como solía
hacer en tierras charras. Sara había marchado en silencio cubierta
por su manto que le cubría la cabeza y, más allá de alguna
patrulla que la ignoró al ver que se dirigía al santuario, apenas
vio a nadie. Un sargento se la quedo mirando y le dijo “no es tarde
para redimirte, puta roja”.
La ermita ya estaba a lo lejos cuando
empezó a amanecer. Lejos de las romerías llenas de comerciantes y
capeas de su infancia, los feligreses no eran numerosos y la gran
mayoría eran mujeres y niñas rezando por los hombres en el frente.
Sara tenía la cabeza baja y trataba de que no se fijaban en ella,
pero una vieja desdentada gritó:
-¡Qué hace esa puta aquí!
Sara no se frenó, a pesar de que todo
el mundo la estaba mirando y los recuerdos regresaban a ella. Podía
incluso sentir los retortijones del estómago provocado por el aceite
de ricino. Aunque aquí nadie la conocía, la evidencia de su cabeza
rapada, apenas había crecido el pelo unos centímetros desde ese
día, delataban que le habían hecho y por qué. Cada vez se unían
más miradas de desprecio y sonrisas crueles. Después insultos y
empujones le acompañaron en su camino. Desde el fondo se veía el
Cristo inmóvil que la vio caer. No pudo parar el golpe con sus manos
y sus labios besaron el suelo polvoriento mientras se partían.
Intento levantarse como pudo pero una mujer de más de cuarenta años
de pelo negro al viento inmisericorde le pateó en el rostro. Sara se
llevo su mano al ojo, ahora morado, sintió como la marabunta no
tenía piedad con ella a pesar de sus aullidos de dolor.
-Puta, roja, comunista de mierda,
tienes lo que te mereces, zorra.
Lo mismo que le dijeron aquel día en
el pueblo cuando desfilo por sus calles desnudas excepto por un
cartel que rezaba: soy una puta comunista. Pero ahora, a pesar de sus
lamentos, no lloraba. Solo recordaba como el alcalde la señaló
frente a los soldados. Ellos se la llevaron para interrogarla
mientras los vecinos la miraban expectantes.
-¿Dónde está Antonio? ¿Dónde está
tu novio?
Eso misma se lo había preguntado ella
estas semanas. Su Antonio, un muchacho callado que retiraba la mirada
cuando ella se daba la vuelta pensando que ella no le había visto.
Sí, Antonio había pensado demasiado, se lo había dicho ella una y
otra vez. Bien lo sabe el Cristo, que había sido testigo de todas
sus plegarias.
Un ermitaño barbado y desgreñado se
había impuesto entre la masa llamado al orden y respeto en un lugar
de oración. La llevó abrazada a su hombro y cruzaron las puertas
que se cerraron tras ellos. En el interior desnudo de decoración del
pequeño templo no se oían los gritos de fuera gracias a los gruesos
muros de piedra. Apenas entraba luz, excepto por las estrechas
ventanas y las débiles llamas de las velas que obligaban a entornar
los ojos para ver.
-Hermana, puede orar el tiempo que
quiera.
Ella apenas le oyó, teniendo su
atención puesta en el Cristo al que se fue acercando antes de
arrodillarse ante él. Se descubrió la cabeza sin atisbo de
vergüenza, no como cuando veía a su melena rubia caía al suelo
entre las burlas de los soldados. Por primera vez en mucho tiempo se
sintió limpia, sin sentir sus piernas manchadas por sus propias
heces. Siempre había ido allí a pedir cosas, algunas egoístas lo
admitía. Los soldados no había parado de presionarla para que
confesara dónde se escondía su novio, y cuando vieron que no diría
nada ellos respondieron con una venganza rabiosa e intentaron acabar
con ella sin pegar un tiro. Eso solo podía significar una cosa:
Antonio seguía vivo en los montes. Así que besó los pies del
Cristo con devoción y luego lo limpió de su sangre mientras le daba
las gracias.
Sara rezó un Padre Nuestro y se
levantó al tiempo que se santiguaba. Se acercó a las velas y
encendió una por la memoria de su padre, Dios lo tenga en su gloria.
Debían haber hecho caso a Antonio justo antes de que huyese del
pueblo. Ni siquiera había podido enterrar el cadáver. El ermitaño
estaba a su lado. Lo había visto desde cría cuando su barba era
negra y no canosa.
-Hermana, quiero que sepas que Cristo
agradece su fe en él, incluso en tiempos tan oscuros como los
presentes.
-Lo sé, padre. Los caminos de Dios son
inescrutables pero rara vez el sufrimiento asfixia a la luz.
El ermitaño con un paño y movimientos
dulces le limpió el rostro lleno de suciedad y de sangre.
-Hay una puerta trasera. Sal por ahí y
vete en paz.
No esperó una respuesta suya y se dio
le vuelta en dirección a las puertas. Ella se escabulló por donde
le había señalado el ermitaño. Fuera del templo se encontró
frente a una dehesa vacía excepto por las encina solitarias.
Apoyado en el muro del templo, un hombre con la camisa rota y el pelo
castaño revuelto sostenía las riendas de un caballo pardo. Su
rostro estaba tapado excepto por una rendija que dejaba ver sus ojos
verdes. Sara los reconoció.
-¿Antonio?
Él descubrió su rostro y corrió
hacia ella para abrazarla con una fuerza desesperada. Sus manos
rugosas acariciaron la parte de detrás de su cuello y la miro a sus
ojos.
-Lo siento, lo siento, lo siento todo.
No debí irme, no debí abandonarte.
-Calla, no digas eso. Tú sigues vivo.
- Le besó en las mejillas, creyendo que estaba alucinando, y
raspándose con la barba de unos días - ¿Cómo sabías que iba a
estar aquí?
-Te conozco, Sara. En el fondo eres una
santurrona.
-¿Qué dices? Da gracias a Dios que no
lo soy para no irme a un convento.
Ambos rieron. Antonio le acercó el
caballo y le exhortó.
-No perdamos tiempo. Los Pirineos están
lejos.
-¿Los Pirineos?
-¿Qué pasa? ¿Ya no quieres conocer
París?
-Solo si me acompañas vivo y de una
pieza.
-Lo intentaré, sube al caballo.
Sara se apoyó en sus manos para
auparse en el animal y después se abrazó a la cintura de su novio,
aunque notó una venda en el costado. Ambos cabalgaron hacia el
horizonte frente a un cielo frío pero sin nubes ya coronado por el
Sol que estaba coronando al templo del Cristo de Cabrera.
Vaya, me alegra saber que cuando te hablo me prestas, aveces atencion
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