¿Acaso esto no es el amor?
Yo
sentía mi sangre fluir por mis venas cuando di mi invitación a una
mano huesuda y pálida unida a un rostro más parecido a una calavera
sonriente que mostraba todos sus dientes amarillentos. La verja se
abrió con un chirrido agudo y fui adentrándome en el jardín oscuro
donde no se oía ningún cántico de pájaro ni animal aunque sí la
música proveniente del palacio, un ostentoso edificio neobarroco
cercano a Buda pero misteriosamente difícil de encontrar. Me
abrieron la puerta con gentileza y me indicaron donde estaba la sala
de baile, que estaba llena de hombres y mujeres enmascarados. Las
paredes estaban llenas de cuadros insinuantes y con claros desnudos
pintados por maestros italianos. Y no había un solo espejo. Ni uno
solo. Ajenos a eso, la juventud húngara bailaba, tanto los gallardos
y orgullosos varones como las hermosas y seductoras damas. Era un
baile exuberante que rozaba la lujuria, con las manos de los hombres
acariciando el cuerpo de su compañera, desde los muslos que se
escapaban de debajo de la falda hasta los apenas ocultos senos. Y
ellas no se quedaban atrás ni eran tímidas en sus toqueteos incluso
si bajaban más allá de la cintura.
No
dudé en aceptar un vaso de vino dulzón y rojo que me ofreció un
camarero que pululaba entre los invitados que acababan de llegar o
los ya agotados por la música y se retiraban a descansar un breve
rato. Ojalá saber mi aspecto, si parezco un joven confiado o uno
asustado ante la tarea a la que me enfrentaba. No había sido un
camino fácil y aunque mi ropa estaba limpia y no había rastro del
barro del camino, mi pelo había sido desordenado por el viento. Ya
no había posibilidad de darme la vuelta sin sentirme un desgraciado
por hacerlo y dando pequeños tragos al vino dejé que me tragase la
muchedumbre.
La
música atormentaba a mis oídos, sonando a un ritmo al que no podía
moverme y una melodía que podía considerar hasta desagradable. Una
muchacha se acercó sonriendo y bailamos. Pero su cabellera era
morena, no era ella. No fui yo quien se terminó alejando y seguí,
solo en la algarabía, buscándola, tratando de encontrarla de forma
desesperada y con el tiempo ya en contra. Una melena rubia, ¿podía
ser ella? No, ni me miró. ¿Y ella? Sí, tenía que ser ella, ese es
el color rubio de su pelo. Los ojos, la clave estaba en los ojos.
Eran azules. Los miré más detenidamente, intentando buscar la
verdad en ellos. Pero no, no era ella, aunque hace un instante era
perfecta. Ella fue quien los retiró, con una mezcla de sonrojo casi
disculpándose y yo me quedé viendo su estela como un imbécil
pánfilo mientras el mundo seguía bailando. Yo caía en la
desesperanza, buscando en todos lados sin ver nada mientras seguía
bebiendo vino una y otra vez. El miedo era cada vez más patente, con
la congoja aprisionando mi cuello y el sudor impregnando mi piel. ¿La
encontraría antes de que fuese demasiado tarde?
Y
entonces la vi. Fue como en un espejismo borroso. Estaba en uno de
los balcones que se elevaban sobre los mortales, enfundada en un
vestido ceñido de color blanco marfil con detalles dorados. Fui
hacia ella, como una luciérnaga persiguiendo una luz en una
noche a oscuras. El mundo seguía danzando pero ya no importaba, solo
tenía ojos para ella. Su rostro estaba oculto en una mascara lujosa
de oro y plata pero sus gestos, la caída del pelo ondulado por
detrás del cuello, el lunar en el pecho descubierto por su escote y
sus ojos, ¡sus ojos!, eran claramente los suyos. Giselle estaba
elevada sobre todos, incluso por encima de los que estaban en ese
balcón gracias a la longitud de sus piernas. Su cara, hasta ese
momento inexpresiva como una estatua de mármol, empezó a iluminarse
con una sonrisa mientras se desplazaba de forma casi etérea hasta el
vacío extremo izquierdo del balcón hasta apoyarse grácilmente en
la balaustrada. Y yo a sus pies, con ganas de venerarla y lo que me
encontré fue una puerta que escondía una escalera. Incluso podía
leer en sus labios su mensaje: “elévate, ven hacía mí”.
Fui
peldaño a peldaño mientras trataba de controlar la respiración.
Ahí la vi pero ella no bajaba, al contrario, seguía subiendo.
Giselle me hizo un gesto. Había que escalar más aún. No, no me iba
a esperar. Yo tenía que seguirla por la empinada escalera hasta su
final siguiendo su estela. Aún la llamaba, pero solo me devolvía la
mirada y me sonreía, como dándome fuerzas para seguir. La música
se fue apagando y la luz se fue desvaneciendo aunque sin caer en la
absoluta oscuridad. Empece a sentir las piernas acalambradas tras
tantos escalones y el corazón iba acelerado. Ahora que me he
acercado al fin de la torre y el inicio de los cielos: ¿es frío lo
que siento o es un sudor helado? No sé donde estaba mi enemigo, no
le había visto y en cualquier momento podría aparecer en una
emboscada. No me atrevía a encender una antorcha o cualquier luz ya
que en la oscuridad podía camuflarme. Intentaba que mis pisadas
recobrasen su firmeza, ahora que la escalera terminaba y solo quedaba
una pesada puerta de madera de roble. Besé mi crucifijo y saqué la
estaca sin saber que podía encontrarme al otro lado.
La
habitación estaba aún más oscura y tuve que avanzar a tientas. No
me podía confiarme ni bajar la guardia: el monstruo podría aún
estar ahí. Casi podía sentir sus ojos acechándome. Pero también
estaba Giselle, en la ventana acompañada por la luna y las estrellas
blancas que era lo único que daban luz. Me miró y señaló a un
biombo. Rápidamente me escondí en él. Fue en ese momento cuando
llegó el príncipe, el maldito, el causante de todos mis desdichas.
De pelo oscuro y pálida tez, se fue desprendiendo de sus ricos
ropajes y abrazó por detrás a su cautiva, que se mantuvo impasible
mientras la desnudaba. Hasta que llegó el momento y ella le empujó
hacia la cama donde él acabó tendido. No reaccionó hasta que me
vio avanzando con determinación hasta él y no pudo evitar que le
clavase la estaca en el pecho. Su respiración se fue haciendo
pesada, con una agonía corta pero intensa antes de convertirse en
ceniza que el viento se llevó a la nada.
-Deberíamos
irnos, Giselle.
-No
saben que estamos aquí. - Rió, aún sin vestirse – Te he echado
de menos.
Me
besó con hambre. ¿Cómo podía yo resistirme ante eso aún
conociendo el peligro que nos rodeaba? Su perfume había inundado la
estancia, sí, lo notaba mientras ella me iba desnudando, lamiendo la
piel que quedaba al descubierto. Ella me agarró de las muñecas,
impidiéndome irme, y se relamía juguetona. Me besó el pecho y no
pude evitar gemir cuando subió hacia el cuello. Había tenido los
ojos cerrados hasta entonces, preso del placer. Los abrí mientras
ladeé la cabeza y vi el espejo.
Solo
me devolvía mi imagen.
A
nadie más.
No
a Giselle...
Ella...
Era
un vampiro ahora.
Y
me mordió el cuello.
-Lo
siento, cariño. Tenía que hacerlo.
Sus
colmillos se clavaron en mi piel y no me dejaba moverme a pesar de
toda mi fuerza, que cada vez menguaba más al tiempo que Giselle
bebía mi sangre con ansía, deleitándose con el sabor.
-Sabía
que llegarías. No lo dude en ningún instante. Solo tenía que
esperar al momento.
El
calor. Es extraño. Todo me era extraño. Me invadía el calor a
pesar de que me iba desangrando. Sí, el contacto con la piel nívea
de Giselle me calentaba. Mis manos enloquecieron y bajaron por la
espalda y la cadera hasta amasar con lujuria la carne de sus nalgas.
-Sí,
hazlo. Hazme tuya. Tan tuya como tú eres mío. Tú eres mi rey, el
rey que una reina como yo merece.
Yo
la devolví el mordisco y el sabor de su sangre era fuerte. ¿Esto es
el amor? No el de las canciones desde luego, no el que reconoces
frente al mundo. No, es algo más pasional, más propio de criaturas
que de hombres. Me levanté y miré a esos ojos azules, dos zafiros
afilados en la oscuridad. Mi boca fue a sus pechos mientras sus
piernas me rodeaban para obligarme a penetrarla. Y lo hice, con un
entusiasmo que rozaba la ferocidad que solo cesó cuando gritamos
juntos. Nos besamos cuando todo acabó y nos vestimos. Ella ahora
vestía un vestido negro y corto. No necesitamos mascaras, no ya no,
me dijo Giselle al oído antes de morderlo. Ahora somos los reyes de
este sitio. Y regresamos al balcón, viendo como el caos y la locura
iba a más, sin lugar para la etiqueta o un atisbo de civilización.
Y todos ellos, tenían que elevar la cabeza para vernos.
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