Gatas callejeras


 

La luna empezaba a aparecer aunque la luz del día se resistía a irse todavía. Los camioneros recorrían cansados el asfalto negro desde todo el país hasta un motel en medio de un cruce de caminos. Muchos paraban ahí para poder pisar tierra y estirar las piernas entumecidas tras horas en la carretera pisando el pedal del acelerador. Luego pasaban al restaurante del motel a calmar su apetito o se dirigían a repostar en la gasolinera. El motel no era gran cosa, un simple lugar de paso que se centraba en ser funcional y no hacía ni el amago de parecer acogedor. Un lugar donde paras, descansas y eliges tu próxima ruta. Solo volvían los habituales que ya tenían mecanizado el camino o los empleados callados excepto para la más elemental cortesía. Algún árbol solitario intentaba romper un paisaje desolador que huele a goma quemada pero realmente no había mucho más a varios kilómetros a la redonda. 


Becky consumió su quinto cigarro del día y lo aplastó con su bota. Volvió a mirar la hora y resopló. Comenzó a dar pequeños pasos nerviosos. Primero hacia delante casi hasta llegar al aparcamiento y luego continuó dando vueltas en pequeños círculos como un animal enjaulado. Ella llevaba vaqueros gastados y una sudadera con capucha que ocultaba su melena negra. Sacó su móvil del bolsillo para volver a mirar la hora y al comprobarla musitó un “joder”. 


Dio una parada a la pared y se mordió el labio con fuerza, casi hasta hacerlo sangrar. Esta vez se sentó y miró al infinito. Tras los vehículos y el humo quedaban sus pensamientos y sus recuerdos. Las peleas, los gritos, la despedida de casa entre los insultos de su madre, el odio que sentía hacia ella misma. Odio por su frustración, por las lágrimas derramadas tras años de maltrato reflejadas las autolesiones que se provocaba al culparse de no ser como los demás. Años de marginación, de vivir alejada de una juventud feliz. Y ahora, cuando podía escapar de todo ello, ella no venía. 


Becky sintió ganas de comer. No hambre, sino necesitaba morder y engullir algo para distraerse de la espera. Fue al restaurante y le sirvieron un sandwich que mascaba más que comía. Siguió mirando la hora sin parar mientras tragaba lentamente las migas de pan. La sala estaba medio vacía, con tres camioneros que eran auténticas moles y una familia formada por un padre afectuoso, una madre guapísima y dos hijos que parecían haber sido sacados de un catálogo. Becky les miró con envidia, pensando en una vida que nunca tuvo y que parece que le iba a estar vedada en el futuro.


Ya había anochecido cuando pagó y salió a seguir esperando. Solo quedaba eso: esperar que hiciera lo correcto. Tener fe. Como un  mártir cristiano frente a los leones. Volvió a encender otro cigarro, el único que le quedaba. Esperar, solo podía esperar con más desesperación que paciencia mientras las fieras salivaban y enseñaban sus fauces. Sabía que no podría irse sin ella, al menos hasta tener noticias suyas, pero tampoco podía ir a buscarla. Regresar a la ciudad no era una opción. Solo esperar que ella hiciera lo correcto.


Aún Becky recuerda su última llamada, cuando apenas había llegado al motel. Era una mañana calurosa y notaba que el sudor se pegaba a su ropa. Ella sonreía, había alquilado su habitación y guardado su maleta. Se dio una ducha pero esta vez no se fijó en sus cicatrices sino en su cuerpo y por una vez lo vio sexy, lo suficiente para enamorar a alguien. Era como una niña pequeña que apenas podía dormir esperando a Santa Claus.  Aún se estaba secando y peinando su largo pelo azabache cuando su móvil sonó. Comprobó que era Candice quien la llamaba. Tras cogerlo oyó un susurro lento.


-Becky.


-Siempre llegando tarde. Como tardes me voy a fugar con un camionero y dejarte en la estacada. 


Hubo un silencio en el que oyó su tensa respiración.


-Candice, ¿pasa algo? 


-Lo siento, cariño. No voy a ir.


-¿Cómo que no vienes? ¿Qué ha pasado?


-Yo… No puedo. Simplemente no puedo.


-¡No me jodas, Candice! ¿Qué demonios te pasa?


-No puedo irme. Todo es demasiado. California es demasiado. 


-¿Ahora es demasiado? ¡Te has pasado años hablando de ir! ¿Qué hay de tu sueño?


Becky ya no controlaba su voz. Se había vuelto más aguda y gesticulaba ostensiblemente. 


-¿Sabes cómo acaban muchas de las chicas que van a California? 


-Tú decías que irías cueste lo que cueste. Que la vida es una sucesión de fracasos que llamamos sueños.


-Pero ahora estamos frente a la realidad, cielo. Y en la realidad no valen las frases peliculeras.


-¿Sabes cuál es la realidad? La realidad es que me he ido de casa y te estoy esperando sola en un motel para huir de esta puta ciudad. Para mí no hay otra realidad. Por favor, cielo, no puedes renunciar ahora. ¿Cuántas veces te has quejado de esta ciudad?


-No conocemos a nadie ahí. No tenemos un solo contacto ni un verdadero plan serio. Estaremos solas.


-¿Acaso no lo estamos aquí? ¿En serio prefieres quedarte aquí escondiéndonos?


No hubo respuesta. Becky sentía las lágrimas cálidas caer sobre su rostro. Podía oír que Candice también rompía a llorar al otro lado de la línea.


-Candice, tienes dos opciones. Venir conmigo o seguir asfixiada en esta ciudad, conformándote con  besos en callejones.  ¿Te crees que por la noche podrás huir ti misma y de lo cobarde que estás siendo ahora? Solo vas a ser una niña arrepentida preguntándose si pudo ser feliz. 


-No seas ingenua. ¿Acaso crees que el amor puede con todo? ¿Crees que nos alimentará cuando estemos desamparadas? No, el amor es un sueño que nunca termina de cumplirse. 


-No quiero permanecer en una pesadilla. Eso es todo lo que sé. Y sobre todo rechazo seguir negándome a mí misma y lo que soy. Aunque no le guste a nadie. 


-¿Qué crees que nos espera fuera? Ni siquiera conocemos el camino. Nos podemos ir consumiendo entre nosotras. Los sueños son crueles mentiras que acaban siendo amargos despertares. 


-¿Acaso no es una mentira lo que hacemos en esta ciudad? Somos como gatas callejeras que mendigan caricias. No puedo quedarme. Tú lo sabes. Ya estoy harta de simplemente sobrevivir, de soportar la realidad. Odio alejarme de ti pero no tengo otro remedio. Tengo que irme fuera de aquí. No tengo hogar al que volver.


-Por favor, no me lo pongas difícil. ¿Acaso no hemos sido felices?


-No te engañes, yo te lo estoy poniendo fácil. 


-Nuestra vida está aquí y no ha sido tan mala.


-¿Esta es la vida que quieres tener? Te conozco bien. Estás aterrorizada y temes quemarlo todo. Es normal sentir vértigo y en el fondo sigues queriendo ser la niña perfecta de papá. Pero no lo eres. Al final sabes que no te queda más remedio que quemar las naves. 


Resopló y se limpió las lágrimas con su muñeca. Como siempre cuando la ansiedad le amenazaba con alcanzarla la muñeca le quemaba pero no, le había jurado a Candice que no volvería a hacerlo. De esa extraña manera, mirándose las cicatrices que desfiguraban su cuerpo, recobró fuerzas para sonreír aunque sea de manera triste.


-Eres la chica más especial que conozco pero solo te lo permites ser conmigo. Te amo y te necesito en este viaje. Puedo esperarte durante semanas aquí. Pero no me pidas que vuelva, eso sí que no. Siempre te has comportado como si me rescatarás, ahora me toca a mí hacerlo. Rescatarte para que el mundo pueda al menos ver quién eres antes de que desaparezcas. Por ti he huido de casa y me he enfrentado a mi madre. Por ti he dejado de odiarme por ser quien soy. Déjame ayudarte ahora.


-Cariño, vives engañada. Yo no soy buena.


-Tampoco yo soy perfecta.


Ambas rieron nerviosamente.


-Lo increíble es que no me odies.


-Yo no he dicho que no lo haga.


-¿Y si al final nos quedamos a mitad del camino? ¿Y si al final el amor no es suficiente?


-Bueno, eso podría pasar. Llevo meses comiéndome la cabeza pensando en que podría salir mal ¿Y sabes qué? Todas eran junto a ti. Hemos llorado juntas, nos hemos abrazado, nos hemos gritado, hemos tenido miedo. Sí, sobre todo eso último. Hemos pasado demasiado como para que al final el miedo realmente acabe con nosotras.  


Becky estaba ya cansada, y decidió colgar no sin antes dar una última sentencia.


-No tengo nada más que decirte, Candice. Yo me voy mañana. Como sea y me da igual lo que me depare la vida. Pero me voy y no volveré. Tú decides si me acompañas en este viaje.


Y ahí estaba. El sol había dado paso a la luna y el calor al frío que hacía que Becky tuviera la piel de sus brazos de gallina. Ya harta, fue al bar a por una copa. El alcohol le rasgaba la garganta mientras su mirada seguía en la carretera, atenta a los faroles de los coches que iban llegando. La tele ponía reposiciones de NFL y una camarera tuvo la deferencia de invitarla a un chupito para animarla. Algún camionero se acercó pero una sola mirada suya les espantó. No pudo evitar pensar que todo había acabado. Hubiera esperado sentir pena, decepción o ira pero lo que de verdad sintió era la nada. Porque nada le quedaba. Ni siquiera ahora podía acudir a los recuerdos porque dolían. Demasiado óxido, tanto que  hacen indeseables los diamantes. O eso canta Joan Baez. Otro trago mientras la noche seguía avanzando y sus sentidos se embotaban. Pidió canciones que primero rechazaron por tristes hasta que  tampoco quedó mucha gente como para no dejarla abandonarse al vodka y al desconsuelo. Pidió una y otra copa más. Una le supo a odio hacia sí misma, considerándose la culpable. Era una costumbre, siempre era ella quien la cagaba. Pero la otra fue de ira. ¿Por qué siempre tenía que tener ella la culpa? El maquillaje se corría con las lágrimas y la camarera le recordaba la hora de cierre. Pidió una botella para llevarla a la habitación pero se la negaron. Sea lo que sea que necesites no la encontrarás en el vodka, eso le dijeron. ¿Acaso busco algo?, o algo así musitó para si misma. 


Aún le queda un culín que apuraba cuando oyó pasos detrás suya. Candice se sentó a su lado y trató de abrazarla. Ella la rehuyó.


-Te odio. Quiero matarte y enterrarte en una cuneta.


-No voy a decirte que no me lo merezco.


Becky terminó todo de un trago, pagó y caminó hacia el ascensor sabiendo que no podría subir la escalera. Candice la siguió en silencio. En un momento, Becky se tropezó y  tuvo que ser sujetada pero ella, enfadada, la apartó. Aunque acto seguido volvió a caer. Escondió la cara entre sus manos mientras Candice la levantaba y la llevaba al ascensor. El espejo no le devolvía a Becky la mejor de las imágenes. En cambio, Candice estaba deslumbrante a pesar de su semblante serio. Su pelo rubio estaba recogido en una coleta y los ojos estaban enrojecidos también de llorar. ¿Por qué la encontraba tan guapa incluso cuando la odiaba? Becky se agarró a su hombro y fueron a su habitación. Se le cayeron las llaves al suelo y tuvo que ser Candice quien le abriese la puerta. Dentro, ambas se desnudaron. Becky aprovechó para deleitarse con la vista de su novia, de sus largas piernas, la suavidad de las curvas de su silueta y el tamaño de sus pechos. Se tiró a la cama y se  hizo la dormida por un momento. Sintió como Candice también la miraba a ella hasta que finalmente se aproximó a su cuerpo y le abrazó. Lo siento, dijo en su oído, ¿podrás alguna vez perdonarme? 


Simplemente se giró, se perdió en sus ojos azul claro, acarició el rostro de la mujer más hermosa del mundo y, sin saber cómo demonios se había fijado en ella, la besó.


-Nunca.

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