Muerto el perro



Escrito con la colaboración de Salvador Esteban Barranco




Estaba ya al límite de sus fuerzas. Solo la desesperación la permitía correr más. Pero las pisadas seguían acercándose. Al final sus piernas se rindieron y cayó al suelo. El hombre la alcanzó, a paso tranquilo, con el cuchillo en la mano y una sonrisa sádica reluciente. El hombre se acercó y consumó su obra.



(…)



-¿Te has enterado de lo de Susan?

-Sí, pobre chica. ¿Qué mente perversa sería capaz de hacer eso?

-Espera, ahí viene el sheriff. Sabrá algo más.

El sheriff Gilbert parecía sacado de una película de John Ford. Su rostro pétreo e inexpresivo, incluso ante las actuales circunstancias, transmitía dureza. Pelo cano, nariz aguileña, tez tostada por el sol del desierto de Arizona. Se sentó en la mesa, pidió su whisky mañanero y con voz grave y profunda relató los sufrimientos de la pobre Susan. Había sufrido golpes, tenía mandíbula dislocada, varias costillas rotas, hasta que finalmente había sido degollada y violada.
-Pobre chica, tan solo tenía diecinueve años. La madre está destrozada, el padre simplemente no ha reaccionado. –El sheriff suspiró para sus adentros, y concluyó. Encontraré a ese bastardo.

La nube de polvo se dirigía al pueblo. De ella nacía un ruido atronador proveniente de una chopper. El hombre que cabalgaba en ella, a pesar de su expresión de concentración, la sensación de libertad le embriagaba, y la adrenalina se ocupaba de todo lo demás. De vez en cuando, una leve mueca de satisfacción se le escapaba del rostro.

A lo lejos se veía el pueblo. Ya era hora. Necesitaba comer, tomarse una copa y repostar gasolina. Llegó a la cafetería más cercana y pidió un whisky entre las hostiles miradas de los pueblerinos. Más hostiles de lo habitual, pensó para sí. Se sentó en una mesa, solitario, y comenzó a beber. Qué extraño, se dijo a sí mismo, cargado de ironía. La gente solía ser hostil con los forasteros, y más con la gente de su calaña. Los moteros, vestidos totalmente de cuero negro, con las greñas al aire y aspecto rebelde siempre recibían miradas de desaprobación, odio, y lo peor de todo, una envidia disimulada y escondida cargada de bilis y que envenena la sangre.

Un viejo canoso, vestido de uniforme, mantenía la mirada fija en él, sin pestañear. Con el sheriff hemos topado, vaya, pensó el motero. Los ojos grises se le clavaban como puñales, pero esa mirada tenía un componente nuevo para él. Primero pensó en la rabia, el asco. Ambas a la vez. Quizás simplemente la mirada de un águila vengativa planeando sobre su próxima víctima.

Los minutos pasaron, y tras terminar de beber, escogió por abandonar el local y repostar finalmente. Por muy duro que se quisiera mostrar, en el fondo, una parte de él anhelaba no que alguien compartiese sus ideas de vida, sino que simplemente se le comprendiese, que le dejaran vivir su vida en paz. Pero qué se puede esperar de personas que todavía   a la rutina de su vida. Despiertan, trabajan, comen, intentan distraerse para no pensar, intentan distraerse para no pensar, buscan de vez en cuando un polvo, y dormir. Si todavía tienen algo de tiempo, pueden entretenerse y hacer demagogia, o unirse a una causa que en el fondo no les importe una mierda pero que sirva para volcar toda su pasión en algo. Que se ilegalice el aborto, que se prohíba la teoría de la evolución en las escuelas, o que haya menos putas, chaperos, y mendigos por las calles, no vaya a ser que las niñas lo vean y descubran la realidad.

Y tú sigues ahí, en tu preciosa casa, que ya puede serlo, porque te quedan veinte años de hipoteca, con un trabajo que lentamente te mata, abrazando el monóxido de carbono que tu coche y los de todos los demás producen. Una vida tranquila, aburrida, sin disgustos ni aspiraciones. No hay sueños, no hay nada, estás vacío, felizmente vacío, pues tu equipo de fútbol ha ganado hoy y estás viendo en la pantalla de tu televisor a un mono que grita entre babas. Una vez concluida su reflexión, el motero se levantó y caminó erguido, orgulloso y se dirigió hacía la puerta. La mirada del sheriff siguió clavada en él, pero no le importaba. Cuando llegó a la puerta, el brazo de la ley se levantó también y fue hacía él. Ambos se miraron, desafiándose mutuamente, saliendo chispas de sus ojos. Pasaron lentamente los segundos hasta que el motero, con cierta sorna, rompió el silencio.

-¿Quieres invitarme a una copa, o vas a seguir mirándome?

-¿Cuánto llevas aquí?

-Acababa de llegar.

-Ya, seguro.

El silencio volvió hasta que el sheriff lo quebró:

-¿Conoce a la señorita Williams?

-Todavía no he tenido tiempo para ligar.

-¿Seguro que no la viste?

-No sé. ¿Es esa puta rubia con grandes…? –dijo con sonrisa burlona, antes de que el sheriff le interrumpiera.

-Es la chica que hemos encontrado apaleada, violada y asesinada esta mañana.

-¿Y qué te hace pensar que he sido yo?

La sonrisa burlona ya había desaparecido.

-Tienes aspecto de criminal.

-Yo estaba a varios kilómetros de aquí esta noche.

 -Eso hay que comprobarlo. Por ahora vendrás conmigo.

-Soy inocente y no tienes una mísera prueba.

-No me hace falta, aquí yo soy la ley.

-Pues habrá que violarla.

La reacción fue fulgurante. La rodilla chocó contra el estomago del sheriff, que se dobló sobre si mismo y cayó al suelo. El motero corrió hasta su moto y salió huyendo. Pocos minutos después tenía dos coches de policía persiguiéndole. El maltrecho sheriff Gilbert conducía uno de ellos.

 Ya estaban a punto de alcanzarle y la gasolina está bajo mínimos. Algunas balas tímidas empezaron a silbar por el aire. Miró a  su alrededor para encontrar alguna alternativa.

Y la encontró frente al cañón que estaba recorriendo.

Él aceleró, no miro atrás, sin ceder a la tentación de una fácil vida de cadenas y finalmente saltó por el cañón ante las atónitas miradas de los policías. El viento le golpeaba en la cara y la melena ondeaba al aire, como si fuese su bandera. La sensación de libertad era grandiosa, similar al vuelo del águila. La gravedad empezó a ejercer su efecto y hombre y moto empezaron a separarse poco después del descenso en picado mientras sonaba un grito de júbilo. El cuerpo del hombre no fue encontrado, solamente se halló su destrozada moto.



(…)



Días después la familia Williams volvió a convulsionar al antaño pacífico pueblo. Está vez, el padre se había volado los sesos con la escopeta. Una nota, manchada de trozos de cerebro y coágulos de sangre. La nota confesaba un terrible secreto, un crimen inhumano. Había sido tentado por su hija y el había sucumbido a sus demonios interiores.

La había golpeado, vejado, humillado y violado. Carne de su carne, sangre de su sangre. El animal que había dentro de él se había apoderado de él, de su cuerpo, ennegreciendo su alma. No tenía otra salida. No había rendición posible. Sus últimas palabras escritas en el papel eran “Muerto el perro, se acabó la rabia”. Conforme el sheriff terminaba de leer la nota, la introdujo  en una bolsa de plástico a modo de evidencia.

Sacó su Zippo del bolsillo, se encendió un cigarrillo, y mientras se alejaba en dirección al horizonte en su coche patrulla, solamente le cruzó un pensamiento por la mente. El hombre es el único animal condenado al sufrimiento.

Comentarios

  1. Este párrafo: " tú sigues ahí, en tu preciosa casa, que ya puede serlo, porque te quedan veinte años de hipoteca, con un trabajo que lentamente te mata..." es brutal, pero queda un poco desencajado con el resto del relato... Hace dudar, porque deja claro que es una época actual (los coches, el fútbol...), mientras que el resto de la historia parece enmarcada en los años 80, como mucho. Por lo demás, y salvo alguna cosilla que revisar, es genial, buen trabajo ambos.

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