Bosque tenebroso
La calle no
está lo suficientemente iluminada y ya es la hora del cierre de los
bares que cobijan a los noctámbulos sin remedio. Hace frío y me he
dejado el abrigo Dios sabe donde. No vendría mal para calentarse un
cigarrito o el abrazo de una mujer. Pero los
primeros ya se han agotado y ya no me queda suficiente dinero para
alquilar a una de las segundas. He bebido bastante pero no lo
suficiente para evitar la clásica ansiedad depresiva de las tres de
la mañana. Juro que mientras sale el sol parezco feliz, la mayor
parte del día al menos.
Tanteo el
bolsillo buscando las llaves pero no las encuentro sino solo
treinta monedas de plata. La memoria viaja y recuerda besos y
caricias. Pero también engaños que me llenan de tanta tristeza que
mis ojos que no osan llorar. Abandona toda esperanza, me digo
mientras resoplo de frío y llego al sitio donde la piedad yace
muerta. Miro a esa misma esquina al tiempo que la congoja abraza con
crueldad a mi corazón, recordando su cara allegada de lágrimas y un
por qué, que apenas salía de su garganta, que yo no supe responder.
Soy un miserable, ese es el porqué. Ella no pidió nunca a un santo
sino un hombre que pudiese considerar bueno pero no soy ese hombre.
Ella lo descubrió esa noche mientras posaba mis labios en otros que
no eran los suyos.
Sigo avanzando con pasos cada vez mas pesados y arrastrando los pies. Pego, como tantas noches, la cara en el cristal del escaparate para sentir el escalofrío con su contacto helado. El reflejo que me devuelve no es mi rostro sino un futuro doloroso porque es feliz e imposible, lo que pudo ser y lo que no será nunca. Dios no lo quiso así pero sí el diablo, que prepara mis noches con mimo introduciendo pequeñas escenas con ella en las que estamos besándonos en el cuello, descansando en la playa o estar los dos solos sonriendo uno junto a otro. La felicidad soñada puede ser el peor instrumento de tortura sobre todo cuando tu verdadero presente es una noche fría y solitaria.
Suena el
trueno, y tras él la lluvia golpea con rabia el duro asfalto. La
razón argumenta, pide y suplica que vuelva mi mirada al camino que
me queda por recorrer. Pero no quiero, es tan doloroso azotarse con
el látigo las costras de las heridas en la espalda que se puede
confundir con placer, el placer del pirómano que ve arder lo que le
rodea y solo puede contemplarlo fascinado. Creo que lo que está
muerto no puede volver a morir y por eso no siento pena al ver a mi
vida desvanecerse. En cambio, las flores pueden volver a germinar
pero se marchitan y se vuelven polvo para que otra belleza presumida
pueda alzarse de nuevo. Ella es feliz, lo sé. Se lo merece. Yo sigo
en el purgatorio porque siempre he encontrado una excusa para no
descender al infierno. Pero cuando la noche te desnuda y estás
demasiado sobrio y consciente, ves el abismo frente a ti. Me arrodillo
temeroso con los brazos abiertos en cruz y pidiendo al cielo iracundo
misericordia.
Me levanto
sin recibir respuesta y veo que el reflejo ha cambiado. Soy yo,
simplemente yo en la oscuridad. Ríe, o rio, sádicamente. Estoy en
sus manos, sin saber si de verdad son las mías, y me arrastro a mi mismo al abismo más profundo,
cruzando los círculos del infierno hasta encadenarme en el último
de ellos. Grito pero nadie oye mis lamentos ni mis arrepentimientos.
No hay Dios, solo diablo en mi vida, y está ante mí como juez y
carcelero. Me mira con indiferencia. No me reproches tus actos, dice,
tú eres culpable de todos los pecados que te han llevado a este
infame y sacro lugar. Tus virtudes podrían ser admirables, lo admito, pero
el hecho es que eres culpable. No lo digo yo, lo dice tu corazón cuando lo peso en
la balanza. Recuérdalo, porque aunque Dios pregone el perdón tarda
en concederlo.
Vuelvo a la
realidad o al sueño, quien lo sabe. Me levanto recordando las viejas
palabras de mis maestros. Fitzgerald, Hemingway, Bukowski.
Hombres alcohólicos, sabios e infelices. Las palabras que me
parecían vacías ahora tienen un significado. Triste consuelo puede
parecer pero en cierta manera hay magia en sus letras y palabras. Una
magia que encoge tu alma y a la vez la enerva, permitiendo crear una
pequeña llama de fuego en mi estomago para calentarme. No es
felicidad sino un esperanza cínica porque un hombre puede ser
destruido pero no derrotado. Otra vez las palabras me iluminan el
camino. Vuelvo a caminar. Tirito pero lo acepto, así es la vida y no
va a cambiar por mis quejas. La tormenta ha arreciado y solo queda el
olor a tierra mojada.
Paso a
paso, dejo de tambalearme y sigo por mi sendero oscuro caminando
totalmente a ciegas. Las memorias siguen ahí pero Laura ya huyó
lejos y ningún poema de Petrarca la traería de vuelta. Una voz en
mi espalda detuvo mi camino. Llevaba un vestido azul y corto que
llegaba hasta la mitad del muslo. Reconocí a mi vecina Lucía y a su
húmeda melena rubia. Le dije que sentía no tener abrigo para poder
cedérselo en esta fría noche. Ella contestó que quien necesitaba
calor esta noche era yo. Se abrazo a mí y me susurro al oído que
pronto llegará el calor del verano que espantará al frío invierno.
Con el sol siempre es más fácil enamorarse. Incluso para un hombre
marcado como yo.
Ella tenía
las llaves y entramos en el portal. Pudimos entrar en casa y
despojarnos de la ropa mojada. Contemple su hermoso cuerpo pálido,
sus redondeadas curvas y los moratones de un cliente borracho. Cuando
se dio la vuelta repare en el color rojo de llorar de su ojo
izquierdo mientras el derecho lucía de color morado. No hay pasión
o amor en nuestros actos, solo necesidad para aliviar la soledad que
nos oprime. Lo sabemos incluso en pleno abrazo, que es
suficientemente cálido para espantar la noche y el beso nos dice que
puede que algo nos espere en las tinieblas. Y no necesariamente debe
ser un lobo. También los ángeles descienden a esta tierra injusta.
Lucía me quiere presentar a alguien, a una joven de nombre Beatriz.
No pierdes nada, afirma. En el peor de los casos cambias de sueños y
de pesadillas. Sus palabras esperanzadoras son entrecortadas entre
beso y beso desesperado. Hasta que nos callamos. En el silencio, y
entre lágrima y lágrima que caen en mi hombro, nos amamos; sin ser
conscientes que nos miraba alguien entre las llamas del infierno.
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