Ira germana
-¿Arminio ha dado la orden?
-No, todavía no. Pero debe de faltar
poco. Oigo a las legiones marchar.
-Eso espero, estoy harto de esta
lluvia.
-Eres germano. Has nacido en la lluvia,
has jodido en la lluvia y mataras o morirás en la lluvia.
Me veo obligado a desviar la mirada
para disimular la vergüenza y dejo de hablar. No puedo sentir miedo
ni mostrar debilidad hoy. Todo el mundo había dicho que iba a ser
una batalla de la que se hablaría durante siglos. Lo dijo Arminio,
el caudillo que ha reunido a miles de germanos ávidos de sangre en
el bosque de Teutoburgo. Tras esta batalla, nuestras tierras dejaran
de estar mancilladas por los invasores extranjeros. Invasores que no
son un pueblo del caballo sino del águila. Se cuentan historias
difíciles de creer sobre ellos. Se relatan antiguas victorias sobre
ejércitos de elefantes o como cientos de miles de galos cargaron sin
éxito contra ellos hasta que su orgulloso líder se vio obligado a
rendirse para luego ser exhibido en su capital en lo que esos romanos
llaman triunfo. Han sojuzgado las tierras de tumbas majestuosas
llamadas pirámides e incluso habían cruzado el mar y desembarcado
en las islas que hay más allá. Arminio les ha visto e incluso luchó
a su lado para saber quien era el enemigo. Hombres cubiertos de
hierro, que se dedican exclusivamente a luchar de forma profesional y
a ocupar pueblos extranjeros por la avidez de gloria de sus generales
y emperadores. Tienen grandes escudos con los que forman muros
infranqueables, son hábiles en la espada y conocedores del uso de la
lanza. Pero nosotros, los germanos, también somos guerreros
formidables. Durante generaciones hemos sido el terror de la tormenta
de muerte que se extendía mientras cabalgábamos. Esos romanos
pagarán con su sangre el atrevimiento de profanar tierra germana.
La tierra está húmeda y el fango
cubre mis pies. Otros soldados afirman ufanos que con el peso de sus
armaduras y su equipo, a los romanos les llegará el barro hasta la
rodilla. Arminio ha sido listo. El romano que lidera el ejército, un
tal Varo, confía en él. Craso error. Varo no debe conocer el
carácter indómito y la ferocidad germana. Tampoco lo conoce ese
emperador, que con altanería se hace llamar Augusto y que algunos
adoran como a un dios. Nosotros nos ocuparemos que nunca nos olvide,
ni tampoco a los muertos que vamos a provocar.
La señal llega. Aguanto la
respiración. El bosque está en silencio, ni siquiera se oye a los
lobos ni a los pájaros. Los romanos tienen de ser muy estúpidos si
no se esperan un ataque.
Los arqueros disparan una salva de
flechas mientras que se lanzaron troncos de árboles sobre los
romanos. Es algo ingenioso, habíamos cortado los árboles pero al
tiempo les manteníamos en pie para que los romanos no sospechasen
nada. Los troncos caen sobre las legiones y provocan muerte y caos en
sus filas. Caos, eso es lo que necesitamos contra ellos. Juntos son
fuertes en sus formaciones de combate pero separados se vuelven
vulnerables y podemos combatir de tú a tú.
Corremos a través de la lluvia y
cargamos con violencia. Mato a un soldado que ha caído al suelo, a
otro que todavía está aturdido y no sabe que está pasando. Los
romanos reaccionan y se reagrupan recordando los años de
adiestramiento y de combates. Sacan espadas al tiempo que nos lanzan
varias jabalinas. Una de ellas, los romanos las llaman pilum, vuela y
se clava en el vientre de un soldado que remataba a los romanos en el
suelo mientras yo destrozo la cabeza a otro con mi hacha. Recibimos
la orden de retirarnos, de ceder territorio para internarnos en los
escarpados bosques. Oímos gritos en latín en nuestras nucas pero no
nos alcanzan, son demasiado lentos. Nosotros tenemos menos peso y nos
movemos con más agilidad. Hijos de tierras secas, no deberíais
haber pisado suelo germano. Ahora es demasiado tarde, ahora es
nuestro turno para vengarnos de los tributos y los rehenes con
vuestra sangre.
Escoltándonos y cubriendo nuestra
retirada, las unidades ligeras les lanzan flechas y jabalinas. Ellos,
a pesar de sus armaduras, son presas fáciles para tan hábiles
cazadores. El viento silba a nuestro favor y volvimos a cargar contra
ellos para luchar cuerpo a cuerpo, aprovechando que se habían vuelto
a desordenar en su penoso avance. No hay casco que resista mi hacha.
Ellos son bravos y combaten como lobos rodeados de hogueras y matan a
discreción. Una espada me hiere el brazo, pero éste no pierde su
fuerza y le golpeó con el escudo para derribarle. Con la cabeza
hundida en el fango es un blanco fácil, y descargo mi rabia con
cuatro golpes con el borde de hierro del escudo contra su sien hasta
destrozarle el cráneo. Otro romano aparece para vengar su muerte
pero esquivo tres de sus estocadas y freno su ímpetu. Aprovecho el
momento y entierro el hacha en sus costillas. Sin pensar, ataco a
cada soldado romano que encuentro en mi camino que poco a poco van
asimilando su fatal suerte. Uno tras otro van cayendo. Emperador,
aquí en el bosque de Teotoburgo están tus legiones.
Oigo rumores que ese Varo estaba tan
asustado por su destino que ha preferido adelantar nuestro trabajo y
acabar con su propia vida. Cobarde. Rio. Vamos valientes, afrontar el
camino de vuestros antepasados con la vergüenza de la derrota. No
paramos de matar, ya sea con flechas, lanzas, espadas o hachas. No sé
a cuantos he matado. Decenas. Cientos. Miles. Los más valientes ya
han caído y los cobardes corren sin saber que no respirarán cuando
el sol se ponga. Veo al águila dorada caer al suelo. Cargamos para
hacernos con el trofeo. A nuestro lado cabalgan caballos blancos,
melenas rubias y espadas brillantes. Las valkirias nos honran
uniéndose a la matanza. Unos pocos romanos fieles quedan protegiendo
su águila sagrada, intentando reagruparse en torno a ella. Siento
que mana sangre de una lanzada que he sufrido en mi costado pero me
niego a abandonar la lucha. Mi hacha sigue cortando cabezas, brazos y
piernas. Tiro el escudo astillado y golpeo con mi puño a un romano
que trata de cogerme desprevenido. Estoy agotado y me cuesta
respirar, pero sigo en pie. Parece ya que la victoria es nuestra y ya
nadie nos hace frente. Se acerca una valkiria con porte orgulloso y
de una belleza que nunca había contemplado. Tiene una espada en su
mano y el águila romana en la otra. Me tiende el trofeo.
-Guerrero, lleváselo a Arminio. Os
habéis ganado la gloria. Pero preparaos, volverán. Son implacables.
-Nosotros más.
Ella sonríe mientras me lleva ante un
centurión con las rodillas en el suelo y con un brazo cercenado pero
que al mismo tiempo me mira de forma desafiante.
-Mátame, bárbaro. Yo te enseñaré
como muere un romano.
-No he parado de verlo en todo el día.
Le decapito. Su cadáver acaba en el
fango como el resto de miles de romanos. La valkiria se sube de nuevo
a su caballo. Me dirige una última mirada.
-Puede que Roma vuelva y se vengue.
Puede que vosotros perezcáis en batalla y que Arminio caiga
derrotado. Pero puedo confesarte una cosa: Germania nunca será
romana. Cumple con tu cometido y vuelve Los dioses te reclaman para
que luches en otra gran batalla, el Ragnarok. Yo te llevaré al
Valhalla.
¿Quién puede oponerse a la voluntad
de los dioses? Voy andando en la masacre mientras mis compañeros de
armas beben, roban o siguen matando. Algunos otros están heridos y
otros se suben a los caballos de las valkirias. Mi camino termina
frente a un hombre regio, cubierto de sangre como nosotros. Tiene una
larga melena rubia y un frondosa barba. Le tiendo el águila y siento
que todo es más oscuro y que desfallezco. Pero la mano nívea de la
valkiria me sostiene y me ayuda a montar en el caballo. Me agarro con
fuerza a su cintura mientras cabalgamos hacia el sol. Ambos
descansaremos juntos hasta la próxima batalla.
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